Las desviaciones psicológicas, mis valedores. Hace años relaté a todos ustedes que durante mis años de seminarista me infundieron como ideal y proyecto de vida emular a los monjes cenobitas, y como ellos encerrarme en la celda de un convento y dar el resto de mi vida a la oración, la meditación y el más riguroso silencio por amor a Dios. Era aquella la mística, eran la fe y el temple de un adolescente que, ya de añejón, a base de hablar ante los micrófonos de la radio iba a redondear el gasto familiar. Los caminos del destino son inescrutables, que dijo aquél. Mi devoción de cuando adolescente y aquel exceso de exaltación religiosa no me iban a arrojar, a la manera de ese extraño San Simón el Estilita, a pasar el resto de mi existencia empericado en lo alto de una columna, para desde ahí, de hinojos y a coro con auras y zopilotes, loar al Señor. Laus Deo.
Por cuanto a las desviaciones de la personalidad, mis valedores: ¿alguno de ustedes habrá leído Bartleby, donde Melville refiere el caso de aquel escribano? Cierta mañana, al recibir de su jefe la orden: «Copie estos documentos», «preferiría no hacerlo», le contestó Bartleby. ¿Que qué? Y de ahí en adelante, en una extraña actitud de resistencia pasiva y rotura total del orden establecido, a todo y a todos contestó lo que sería su desgracia: «Preferiría no hacerlo». Así hasta un final acorde con tan extraña manía
Recuerdo en cierta comedia de un Jardiel Poncela que no respeto como escritor el caso de Edgardo, cincuentón y padre de familia que un mal día de hace décadas, como resultado de una decepción amorosa, decidió nunca más levantarse de la cama, donde llevó a cabo su vida de todos los días, hasta que cierta noche…
Leí de la chifladura del sabio aquel, personaje incidental de Mascaró, el cazador americano, novela de Haroldo Conti, que lo llevó a perfeccionar una bicicleta voladora con la que se dio a vivir en las alturas y desde su eminencia regodearse en orinar a los viandantes. Y qué decir del protagonista de El barón rampante, novela de Italo Calvino, al que pega la chifladura de vivir trepado a los árboles del bosque cercano a la ciudad, y ahí llevar una vida «normal» y mantener relaciones de amistad y convivencia con sus amigos y conocidos, sin nunca volver a poner un pie en tierra Extraño.
Oskar, personaje de El tambor de hojalata, de Günter Grass; un día a sus diez años de edad, decide nunca crecer, y es así como de adolescente transcurre su tiempo vital. ¿Alguno ha leído El licenciado Vidriera, de Miguel de Cervantes? En plena chifladura, el tal licenciado se cree forjado de vidrio, y toda su vida se cuida de que nadie lo vaya a romper. Y a esto quería yo llegar:
A ese otro, mis valedores, yo no le pido que de repente se sienta de vidrio y viva temeroso de que algún tabasqueño me lo vaya a estrellar. Cómo pedirle que se encarame hasta la punta de una columna y ahí se engarrote, de hinojos y en oración, hasta que levite. No le voy a pedir que de súbito decida no alzarse más de su cama y que desde la cama contemple el transcurso de los episodios nacionales, sin más. No le habré de suplicar que se encarame en algún armatoste volador, porque desde allá arriba seguiría emporcándonos con sus desechos corporales. No. Yo, de él…
De él sólo hubiera querido que, al modo de Bartleby, y tan medianejo como él, tuviese los ríñones que de pronto le salieron al escribano, de modo tal que cuando el gringo le impuso esa Iniciativa Merida o esos contratos de riesgo en PEMEX que tanto lesionan al país y tanto nos lesionan a los mexicanos él, de repente varón de tamaños en su nidal, a las exigencias de Washington hubiese replicado, y no más: «Prefería no hacerlo».
De él quisiera que, al contrario de El barón rampante, ya se bajara de la copa, me refiero a la de Los Pinos, que no están para sus pininos políticos, y que ya por fin, dejara de andarse por las ramas. Y lo mejor de lo mejor…
Que él, como los monjes cenobitas, el tanto de unos cuatro años intentase hablar con neuronas, no con glándulas salivales. Que dejara de opinar, declarar, recalar, recular, acusar, acosar, atacar, atracar, desdecirse; que pensara para hablar y no hablara para pensar y darnos a todos en qué pensar, y alarmarnos, escandalizarnos y detestar esa salivosa diarrea que a todos salpica Que el tanto de cuatro años, si llega, resistiera la compulsión. ¿Que tantea no poder? Mi hijo Ariel, psicoanalista, pudiera auxiliarlo. Una lavativa de Prozac, tal vez. De ansiolíticos, mejor. Una trepanación, lo máximo. ¿O vamos a seguir aguantando esa vocecita? (¡ Agh!)