Espejo fiel del humano es el perro, lástima que el hombre no sea el espejo del animal. En mi vecindario qué de similitudes y semejanzas puedo advertir entre el hombre y el perro, o al revés. Por cuanto a las varias clases de canes…
Existen los de las regiones nevadas, animales que nacieron con un perro destino: para allá y para acá jalar el trineo, con el chicote en los lomos y tan bien trabajados como mal comidos. ¿A quién se parecen tales pobrines, si no al obrero de este país? El asalariado (pobreza, privaciones) jalando el trineo que enriquece hasta la náusea a los Slim, el chicotazo salarial en los lomos y a trabajar desde la mañana hasta la muerte del día y hasta el día de la muerte. Y cómo remediar su situación, si el perraco no tiene el don de pensar, y el obrero renuncia a ese don y se constriñe al reclamo, la exigencia y la toma de la vía pública…
El benemérito San Bernardo. Grande, grave, pacífico, servicial, misericordioso. Deambula por el mundo del desastre y la desolación con su barril de vida al cuello para entibiar esa vida que se congela en las nieves. Valedor de desvalidos como el humanista, el luchador social, el artista que entrega su arte, sin más; como el doctorcito que cura nomás por curar, no el que cura nomás por cobrar. El San Bernardo…
Por contras: el horror de esas fieras entrenadas por los represores para morder, desgarrar, triturar, arrancar a la viva fuerza tarascadas de sangre viva. Perros represores, sus doberman son la lanceta del campo de concentración, la cárcel clandestina, la celda de tortura. Rotweiller, pitbull, paramilitares asesinos de Acteal…
Los perros cautivos, desdichados a los que unos amos desaprensivos mantienen sepultados en jaulas y azotehuelas de este tamaño, miren. Nacidos para la libertad, se encanijan y agostan, y miden la jaula en un ir y venir obsesivo. A lo lastimero ladran a la luna, qué mas…
Ah, perros impúdicos de casa rica, de viuda rica, de solterona. Mantenidos en el lujo, la molicie, el salón de estética canina y la intimidad de sedas y encajes en el secreto de la recámara, son padrotillos y vividores complaciente de los desahogos de dueñas crepusculares. Ustedes, mis valedores, ¿han presenciado el beso de unos labios femeninos en unos belfos helados que lengüetean de placer? Asqueroso.
Los pobres perros de casa pobre. Tan mala vida es la suya que comen lo que sus dueños y viven como ellos. Son parte de la familia, y tanta familiaridad comparten que el chucho llega a cobrar rasgos de humano, y el dueño, del animal. Y no fallezca uno de ellos, porque el sobreviviente, ese duelo…
Los perros callejeros: duelo sin dueño ni hogar, nombre ni alias; anónimos cuerpos sarnosos y cuera tachonada de úlceras y mataduras, mapa vivo del áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada. De calle a calle y de éste a aquel callejón van y vienen acezando su ternura a la vil intemperie, su amor desdeñado por los que a lo desalado se alejan rumbo a qué rumbos. Allá va el chucho callejero, en los ojos la pitaña y en la boca el corazón. Y ese impulso de llorar, y ese acabar gruñendo. El, allá afuera; yo, como él, pero acá adentro, encuevado en mi habitación. Pujando, gruñendo por no llorar…
Perros honestos, íntegros. No chuchos cooptados. No talamanteros. No gozques viciosos del pragmatismo utilitarista que se vivan acezando en procura de alianzas. No. Perros con toda su dignidad en los lomos. Bravo por ellos. (¿No?)