De bagres, robalos y huachinangos

Tarde de ayer. A la mesa, conmigo de invitado, el maestro y su jovencísima setentona de las zarcas pupilas, jubilados ambos y alojados en el cuarto de servicio que les renta el Cosilión. Yo había acudido al maestro para consultarlo sobre cierto problema que chicotea a buena parte de la comunidad. «¿Podría explicarme cómo se originó y cuál pudiese ser la solución?»

«Pero antes va usted a acompañarnos a comer». La maestra Águeda, su sonrisa, su manera de mirar. Suerte del maestro, convivir con ella en el mismo cuarto que, siendo «de servicio», ella lo revivió en taza de porcelana que retoña de flores, aromas, ese bebedero de color rojo donde aletean colibríes.

– No entiendo cómo fue que la gente se metió en el problema, y…

Ahí el entremés, y un platillo, y otro. Al final:

– ¿A nuestro invitado especial le gustó el pescado?

Por supuesto que me gustó, como también el caldo de habas y las tortillas recién hechas, pero el problema…

– A propósito de pescado, mi valedor: ¿conoce usted algunas de las tácticas que aplican ciertos pescadores para lograr una buena pesca?

Válgame, pues a dónde querría llegar el maestro. «Ninguna conozco. Pero el problema que le vengo a consultar…»

Luminosa sonrisa, la maestra Águeda y el platito de queso y miel. Como si no me escuchara, el maestro:

– Al irse de pesca llevan una buena ración de carne de desecho, y al localizar un cardumen, un banco de peces, por estimularles la voracidad les arrojan el pedacerío, que los animalitos devoran. Ya están cebados. Ya los cebó el pescador. Y requieren más. Y allá va la carne, sólo que ahora prendida al anzuelo. De regreso, la lancha viene cargada de buena pesca ¿Lo sabía?

– No, lo ignoraba, pero en cuanto al problema social…

Llegó el café; y aquel aroma, y este sabor (allá, abajo, esa sirena de ambulancia o de patrulla policial certifica a aullidos que estamos en México.)

– ¿No lo ha entendido, mi valedor? ¿No advierte la estrategia del pescador aplicada al problema que viene a plantearme?
– Es que pescador, huachinango, robalo y tarjetas de crédito. No encuentro la relación.

– A ven ¿cuál es aquí el cardumen de peces, si no el universo de los clientes potenciales de la tarjeta de plástico? ¿Qué factor explotó el pescador para atraer a sus víctimas, si no la codicia la voracidad. ¿Para qué, si no, esa aviesa publicidad que induce a los voraces a adquirir el engaño de la tarjeta? Para manipular a la víctima con el subterfugio de estimularle el ego: «Está en tu mano adquirir todo lo que quieras, todos esos productos que con dinero en efectivo te son inaccesibles, y que hoy, con tu tarjeta de plástico, tienes a tu alcance Con el poder de tu firma Tu tarjeta te ubica en la moda y te confiere status, categoría, nivel social». ¿Ahora sí va entendiendo?

Un bandazo de viento me trajo serenata «Son el cielo, la luna y el mar». No sé por qué lo relacioné con el banco de crédito y sus manipulados.

– Ya se cumplió el siguiente paso: crear en la víctima la adicción. Así enviciada, esa víctima ya cayó en la cultura de la irracionalidad, ya no razona, procede a lo irreflexivo, ya le despertaron el anhelo de adquirir lo que con sus ingresos le sería imposible, sin avizorar los riesgos del fementido plástico que trae entre manos. Ahora, con su poder de compra, al adquirir el producto y firmar la factura experimenta ese placer momentáneo que el fumador al tragar la bocanada de humo, o el adicto al licor cuando pega un trago a su copa. Ya mañana la indisposición estomacal; ya mañana el daño en los bronquios. Por ahora, el placer de adquirir, de «cosificarse». ¿Va entendiendo el proceso?

Vaya que lo iba entendiendo. Inquieto, en mi estómago, el huachinango.

– ¿Que a la víctima se le agotó el crédito? ¿Y? ¿Cuál es el problema? «¡Me dieron un crédito más!», ¿lo ha oído en el promocional de la radio? Y aun por el doble de la cantidad original. El pescador va soltando el hilo al que ya picó el anzuelo, la cuerda al que está a punto de ahorcarse. El insensato se va enredando cada vez más, va hundiéndose en las arenas movedizas, sin apenas percatarse del peligro, hasta que, de repente, el problema le estalla en el rostro: ¡la cartera vencida’ ¡El embargo del coche, los muebles, el departamento! Y el temor, el terror, el pánico. ¿El banco de crédito? Respaldado por el seguro contra riesgos, el banco nunca va a perder. Nunca

Pensé en los pescaditos que acababa de engullirme. Fatal, porque su suerte, mafiana mismo, como la de algunos tarjeta-habientes… (Lástima)

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