La inmensidad esta vez; la potencia, la majestuosidad: la mar, hija magna de madre Natura y madre portentosa de civilizaciones. Mis valedores: ¿recuerdan ustedes cuando conocieron (su nombre de pila) el mar? Yo sí, y fue una vivencia imborrable. En algún recodo del monte me fue a dejar el transporte. Unos pasos, y entonces, de súbito, ahí nomás, a tiro de pupila, el mar. Todo el mar. Yo ahí, transfigurado, convertido en estatua de sal, de yodo, anonadado quedé ante el resollar de la inconmensurable presencia del leviatán en celo, del toro padre fecundador de trópicos. El mar.
Pues sí, pero al propio tiempo, mientras lo observaba, ¿por qué esa piedad, esa lástima soterrada? Y es que mirándolo sentí compasión por su refluir indefenso de enjaulado león, de Prometeo encadenado a su roca del Cáucaso. Cautivo en su prisión de sutiles muros (arenilla dorada) vi a un ciego Sansón reducido a la rueda de molino; a un Teseo temporalmente refundido en el Tártaro, al mítico Minotauro que a bramidos golpea los límites de su reducto en el laberinto o a su hermano el toro enceguecido ante el trapo que le planta por delante el ridículo figurín de colores que así, a la codicia de una henchida talega, arriesga la vida, este supremo don Ahí, tras los muros de deleznable arenilla, los topes del morueco, estertores de espumarajos, iban a fallecer entre picotazos de gaviotas y caracolas de mar. La playa.
Dos, tres, ¿cuántas inmensidades de tiempo transcurrieron antes de que yo volviese en mí? A lo impulsivo, sin definir el instinto que me empujaba al oscuro sentimiento de compasión, me vi de pronto abrazado de mar, abrasado de él (con zeta y con ese), y percibí en mí la fuerza telúrica que madre Natura me transmitía por mediación de aquel de sus elementos. El mar. (A lo lejos, palmeras. Serranías a lo lejos. Bandadas de aves marinas, alguna vela que se mece a los caprichos de unos vientos ahitos de esos afrodisíacos del trópico que son el yodo y la sal.) Y fue así, mis valedores: yo, hombre de tierra adentro, del altiplano, me sumergí en las ondas del mar tropical, del trópico marino. Y así pasé el tiempo (el tiempo me pasó a mí), y cohabité con las ondas del «nocturno mar amargo», que dijo el poeta. Me acuerdo, a propósito:
De ahí en adelante, mientras estuve en el trópico, cada amanecer acudía a saber del insomne, del que entre mis sueños oí que de punta a punta la noche se pasó golpeteando los barrotes de una jaula implacable de suavísima arena, tanto que parecía haberse sutilizado para no herir en demasía a su ánima en pena, a su loco lunático que en la casa de salud se pega de cabezazos contra los muros acolchonados. Ahora, al estímulo del primer sol, su lomo cabrilleaba como recién estrenado, pero sin un instante interrumpir su clamor, fuerza heracleana en su agonía de carnes ardidas. De cara al cielo, el mar…
Cierta noche de luna salí a visitarlo. En la playa me puse a reflexionar sobre la oscura correspondencia de aquella luna con ese mar, de la influencia de Hécate, maga maligna, sobre un garañón que es puro temperamento, al que Selene la fría logra alterar a lo cíclico, y encabritar, y cabrear y encrespar, y ya que lo irritó irlo amansando, y calmarlo, y pacificarlo, hasta dejarlo rendido, sosegado, rebrilloso su lomo después de las fatigas del desbordado amor. Así, a lo suave, la luna se le posaba en el lomo y sacábale rebrillosos espeluznos de reposado metal. Duerme, duerme, mi amante amador. Mis valedores…
En: la potencia del mar, en su poderosa presencia reducida a los muros de arena de una playa sembrada de tufos, aromas y caracoles como restos de viejos naufragios, percibí entonces la alegoría del otro gigante, cautivo también tras sus muros de arena: sumisión, mansedumbre, inmovilidad, dependencia, rutina, incapacidad de autocrítica y de acción. Lóbrego.
El paisanaje, sí, fuerza descomunal y erizada de agravios por la acción de esa influencia lunar agresiva que es el Sistema. A su influjo, el ciudadano se encrespa en flujos y reflujos de descontento colectivo que, con todo, lo mantienen inerte porque la fuerza de sus mareas no trasciende el motín, la algarada, la guerrilla ineficaz y la aún más estéril megamarchita «¡Este puño sí se ve!» ¿De veras? ¿Cuánto tiempo vienes clamando ese conjuro mágico que esperas te haga el milagro? Si contamos no más desde mediados de los años 50 hasta hoy día, ¿en cuántos conjuros se te ha ido la fuerza por la boca?
Pues sí, pero de repente el gigante llega a su límite, y se alza y descarga toda su fuerza contra los muros de arena ¡Basta! ¡Y el tsunami! De su potencia el gigante parece no percatarse, y quienes así lo maltratan parecen no querer entender, pero cuidado, mucho cuidado. (En fin.)