Noche de antenoche. Desde media tarde habíame trepado al BMW (al volks cremita, quise decir), y enfilado rumbo al remoto asilo de ancianos, desahuciados de la vida, donde me proponía visitar a alguna de las internas que ahí se acogen a la misericordia de una paz que preludia la pax perpetua. ¿Mi propósito? Hacerle compañía, darle plática, asistirla en algo, mostrarle mi humana solidaridad (no del todo desinteresada, porque pienso muy en el fondo del temor: hoy por ella, mañana por mí, uno nunca sabe.) Fue así como fui a toparme con ella en el fondo del rincón más apartado del jardincillo. La observé: de espaldas al cuerpo del edificio permanecía inmóvil, silenciosa en sus ropas oscuras, pasadas de moda Decrépita, sí, pero aún altiva a sus 98 años de edad. «Señora», le dije. «Vengo a hacerle compañía».
Silencio. Fuera ya de este mundo, desarraigada de los intereses terrenos y ya un pie en la Gran Interrogante, la anciana siguió contemplando algún punto impreciso de la oscuridad nocturna, a lo lejos.
– Vengo a acompañarla por si de algo le sirve mi compañía
Se alzó de hombros; siguió en su silencio, su mudez, su ausencia Dije: «¿Cómo la trata la vida?», y me sentí ridículo. Callé. Frente a nosotros cruzó, zigzagueante, aquel par de alas oscuras. Luego, la paz…
– ¿Cómo le fue de cumpleaños? ¿Hubo pastel, regalitos?
Silencio. La noche espumaba de solapados ruidillos. «Se ve muy bien de salud». Ridículo. Miré su rostro: grave, ceñudo. «Buena fiesta le habrán armado sus familiares ayer». Me miró mohína Algo la contrariaba; algo le alteraba el humor. «Y cómo no, si me estoy ahogando por dentro».
– ¿Derrame en los pulmones, alta presión, flemas?
– Cuál presión, cuáles flemas. Bilis, que traigo en las venas en lugar de sangre; bilis negra que me sollama por dentro. Ahí donde tú cargas el corazón yo cargo mi vesícula Ando con la rabia, como los perros del mal.
Ájale. Me le retiré. A lo disimulado. «Algún disgustillo con los internos, con el personal. ¿Mala atención, la comida, señora?»
– Cuál atención, cuál comida Mis nietos, mostrenca ralea de malagradecidos. Que la sangre se les pudra en los ríñones a los muy hijos de toda la suya Crueles conmigo, traidores por vocación ¿Querrás creer que ayer ninguno de esos se acordó de mi aniversario, después de que tanto mamaron de estas tetas? ¡Ralea de perversos y baquetones, que mi sangre caiga sobre esa cáfila de descastados..!
– ¡Cuidado con su vesícula! Mire nomás, como cerveza recién destapada: por las comisuras de la boca está usted aventando espuma
– ¿Qué te parece la cáfila de malnacidos que en el aniversario de mi nacimiento no fueron para visitarme? Un verdadero madrazo…
– ¿Ni Madrazo la visitó? Mejor, que ese nomás la iba a desprestigiar. Pero teniendo usted el chorra! de hijos, nietos y uno que otro biznieto, tan malagradecidos le resultaron que han desechado la liturgia anual de su día onomástico, señora Revolución, usted a la que me la tienen aquí, olvidada en este refugio de los desahuciados. No es justo.
– No, y ahora con los cristeros tardíos que haiga sido como haiga sido se empericaron en el poder, peor tantito: con el perverso propósito de que las masas olviden los últimos rastros de mi existencia decretaron feriado el día 19, y que el 20 de noviembre les pasara inadvertido. Cualquier maniobra por sucia que sea con tal de borrar de la memoria y la conciencia de los mexicanos todo recuerdo de mi existencia. ¿Pues qué, no fueron sus abuelos quienes, al precio de un millón de cadáveres, forjaron la Revolución. ¿Así honran a quienes les legaron honra y bienestar? Ah, México…
– A los mexicanos entiéndalos. El Honduras-México…
Ahí fue, mis valedores. La vi erguirse y, Moisés iracundo que estrella las tablas de la ley: «¡No me duelen los políticos, bigotón! Me duele que los descendientes del millón de cadáveres que hicieron la Revolución no saquen la cara por mi ni les marquen el alto a esos hijos putativos de Washington, los vendepatrias que así han venido anulando todas y cada una de las magras conquistas de la Revolución. PEMEX, sin ir más lejos.
– Ah, eso quiere decir que tampoco el de Los Pinos vino a visitarla
– ¿Ese? ¿Y ese por qué iba a venir? ¿Qué tenemos en común ese y yo? Que el muerto siga enterrando a su muerto. Tú y tus preguntas estúpidas…
Yo, zacatón, reculé y la dejé renegando sola (Qué más.)