He de morir…

(Aquí, para ustedes, mi recordación anual de la Descarnada.)

Organillo callejero que en el barrio – y en tu vieja melodía – vas llorando una tristeza – Tu tristeza por tan vieja – se asemeja con la mía…

La voz del cilindro, sí, por supuesto, que es decir la voz lamentosa del barrio bajo, la del corazón arrabalero cuando la hora de las tristuras. Esa, la del organillo callejero, fue la voz que hace rato oí errar por mi calleja, desparramando nostalgias en las notas de un vals (Olímpica) desmolado, destartalado, que en tono menor convocaba memorias añejas y remembranzas. Yo, el ánima contristada por los fieles difuntos, aquel suspirar. Mi padre Juan, Dolores, Remedios, y ahora pronto aquella que cubrió de platónico amor imposible mi niñez y primera juventud. Memento homo…

Será que noviembre ha invadido mi sangre, será que me hace guiños la Inexorable; el caso es que desde que abrí los ojos esta mañana percibí que el ánimo me amanecía anochecido, y asordinada mi mañanera alegría ¿O será que es noviembre? El caso es que la mañana pasé encerrado en el cuarto de los trebejos, y contemplaba aquellas fotografías que, de tan añejas, se visten de daguerrotipos, y me puse entonces a practicar el ejercicio onanista de la remembranza, la evocación,la tristura. Y aquel suspirar…

Examiné las agendas en desuso con su fecha de hace qué años, cuántos, y sus señas telefónicas de 6,7 dígitos, y tantos nombres allí asentados que hoy son sombras nada más, y fantasmones familiares de amores que se esfumaron para nunca más, y de súbito: entre las hojas de la agenda que se deshojaba la deshojada flor, casi polvo descolorido: un nomeolvides. ¿Quién sería la de la flor? Ah, la de nomeolvides que los amores marchitos han terminado por marchitar; la de mujeres que en el río de la vida yo con su flor de nomeolvides en un libro de poemas, he olvidado a estas horas, como tantas mi nombre habrán olvidado. Quedo, suspirando apenas (a penas), Bach…

Sólo vinimos a dormir, – sólo vinimos a soñar; – no es cierto, no es cierto – que vinimos a vivir en la tierra…

Así, ceniciento el ánimo, a media tarde me di a levantar, con Aída (tú, la de todos los días), el altar de mis fieles difuntos: la mesa del comedor, un taburete encima, la cubierta de lienzo y el reguero dé crisantemos y cempazúchiles, grecas de papel morado, pan de muerto, cigarros, mezcal, el incienso y la calabaza en tacha Pastoreando la ofrenda la vera efigie de nuestros ausentes, la parcelilla de cartulinas desde donde los descarnados me miran con ese modo turbador, recordándome (¡como si lo pudiese olvidar!) que polvo soy, y que tenemos una cita para anudar esa plática que interrumpieron para morirse; que mientras viva mi vida a todo vivir; que estoy vivo todavía, y a pesar de las carretadas de tiempo con que he edificado mi biografía personal, soy joven por el solo hecho de que no me he muerto. «Esto, tenlo presente, porque es más tarde de lo que te imaginas». Noviembre.

Con mis muertos redivivos, viviendo entre ceras y cruces su vida efímera, terminé la ofrenda, y las manos se me vinieron olorosas a noviembre, a oficio de tiniebla a huesa y camposanto. Las almas de los fieles difuntos. Y la tristura Por librarme de la presión (prisión, opresión) que me enrarecía el aliento, me escapé a la calle y la anduve unas cuadras y por si algo faltase a mi espíritu macilento, aquel pausado doblar de esquilas en La Porciúncula, en tanto a la distancia se venía, largo gemir de La Llorona, el carrito camotero. La oscurana, que ennegrece el caserío mientras la tarde, por no morir del todo, hace el último esfuerzo y cae en el estertor. Y achaques de día de muertos: a las primeras sombras, las primeras luciérnagas: unas cajas de cartón, como de muerto, su ánima de parafina, y el pregón infantil: «¿Me da mi calaverita?»

Y ahí: ante la reja del caserón, el repicar de la campanilla, y a la luz del farol la joven ya avejentada ¿oficinista, del servicio doméstico? Un nuevo repique, una ventruda que acude a reclamo, y: «Seño, ¿me da mi calaverita?»

¿Que qué? ¿A su edad, y enganchada en la tradición de los niños? Vi venir a la ventruda de blanco uniforme trayendo en brazos a la criatura Guardería A la vista de la mamá tiende los brazos y suelta el llanto. «Su calaverita, María Anda con diarrea, cúrela». Ella tomó su criatura, la cobijó, se la acunó en el pecho y se fue alejando por esa calle. Con su calaverita..

Y en la dulce mansedumbre de tu queja – que las sombras diluyeron – y en perfumes evapora la distancia – mi alma aspira la fragancia – de las cosas que se fueron… (Requiem…)

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