Díaz Hordas

Ese tirano cuyo solo nombre ampolla la lengua…

Tomo de Shakespeare la cita con áni­mo de recordar a un cierto personaje que infirió en la conciencia social una herida que no cicatriza del todo, por más que de entonces a la fecha han transcurrido ya cuatro décadas. Tomo también, ahora que el carnicero cumple 29 años de muerto, la referencia de las exequias que en algún país de ficción celebró la ralea oficial ante los podridos despojos de cierto tirano tropical aborrecedor y aborrecido del que fue victima de su autoritarismo feroz; un paisanaje al que ametralló, masacró, encarceló e hizo desaparecer, y hasta el día de hoy. Tal figura tragicómica es El Gran Burundún-Burundá. Mis valedores:

Por que no muera la memoria histórica, traigo al recuerdo la muerte del Gran Burundú Burundá mexicano, un tal Díaz Hordas, ocurrida este mes hace 29 años y del que, según la ausencia de esquelas y recordatorios en la prensa escrita, ya se olvidaron, para bien del matancero poblano. (Detrás del tal, maquiavélico, Echeverría. Paisanos, tengan presente, no se les vaya a olvidar que ese par de asesinos perpetraron la masacre, que no genocidio, de Tlatelolco. Y sigo.)

El gran Burundún-Burundá ha muerto, se titula esta crónica representativa del esperpento latinoamericano, hija legítima de la tradición del libelo y la sátira elevados a las regiones del arte para delinear, barroca y exuberante, la figura sombría del autoritarismo tropical, como en su momento lo fue el Tirano Banderas de Valle Inclán. Asi, hasta el desmoronamiento final, canceroso como el propio Díaz Hordas, porque bien lo dice el cantar «Al que obra mal se le pudre el…» El suyo, vamos a decir.

El Gran Burundún-Burundá ha muerto (me refiero al de la ficción, que el de Puebla se frunció a mediados de julio de 1979). Por allá, en su país de ficción, se celebraron ampulosos funerales. Aquí algunos trozos del texto, que narra a lo donairoso la lobreguez a que lo redujo la muerte. Mientras hago la trascripción se alza en mi recuerdo, terca, la aborrecible estampa de Díaz Hordas y sus cómplices la noche de las Tres Culturas en Tlatelolco.

«Los Consejeros Supremos cerraron la puerta de biselados cristales. Que vengan sus guardias de asalto, sus tropas de choque, los jefes de su policía, las cuadrillas seleccionadas de sus caciques, su mercenario Estado Mayor (sus cuarteleros, digo yo. Crudelísimos.)

Que vengan sus amarillos sacerdotes (los Rivera y Onésimos), sus amoratados verdugos, sus verdes delatores, sus blancos sepultureros, y embocinen todos sus trompas hacia el cíelo. Hubo quienes, en la miseria y el despojo, se consolaron hablando palabras que mentaban la Justicia (¿algún parecido con nuestro país?) Hubo quienes, queriéndose gobernar mejor a sí mismos, deseando un mejor gobierno para todos, por amar tanto la vida quisieron impedir su corrupción proponiendo palabras de concierto…

Contra ellos creó sus zapadores, organizó sus territoriales, inventó sus ángeles invisibles, formó su policía, unificó a las iglesias y movilizó todas sus fuerzas. La represión del Gran Sacrificador no admite límites, (en mi mente, desde Díaz Hordas hasta el impuesto a la viva fuerza.) A los políticos les persuadió -tarea fácil- de que vale más una emisión de billetes que una emisión de principios. A los financieros no tuvo que manejarlos; lo manejaban ellos (los trasnacionales y Slim, pongamos por caso). Desfilaban ante el féretro los postillones de la pluma (esa cáfila de intelectuales orgánicos), los jaleadores de la oratoria. Hongos de las redacciones periodísticas (lo que el sobrecito encenaga a algunos de mis colegas), piojos de los pasillos del Congreso, donde se colocó el ataúd. (Uno de esos piojos, un Beltrones, manejado por Washington maneja al que maneja el país.)

Cómo expresar el rugido de espanto del pueblo al ver, al cerciorarse de que dentro del gran ataúd no estaba -muerto- El Gran Burundún-Burundá, sino que, irreverente, misteriosa, amenazadoramente, yacía allí un gran papagayo, un voluminoso papagayo, todo henchido, rehenchido y aforrado de papeles impresos, de gacetas, de periódicos, de diarios oficiales…

Entonces uno de los caballos de la carroza fúnebre se irguió sobre sus patas traseras, agitó alegremente sus crines, mostró los anchos dientes en una muda carcajada y echó a andar por la avenida más larga del mundo. No le cabía al caballo la risa en el cuerpo…»

Entre tanto las víctimas del matarife, las de Maquiavelo Echeverría, las de la injusticia. ¿Esas qué? (Es México.)

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