Me despedí – bañado en lágrimas. Ah, las ausencias. Ah, el desgajamiento de dos que se amaron, que se aman como nunca antes, y hoy se dicen adiós. Si sabré yo de tiempo y destiempos, encuentros y desencuentros, adioses y despedidas para nunca más. Y alma mía de mi ausente, y ojos que te vieron ir. «No lloro porque te vas – ni lloro porque te alejas – lloro porque a mí me dejas – herido del corazón».
Esta que voy a contarles es una historia de ausencias y lejanías, de separación de dos que bien se aman, y sin embargo… Es lo que acaba de suceder en cierta geografía ingrata y desapacible, en el norte de la ciudad, más allá de donde tiene la Patroncita su santa casa, esa especie de santo palenque que le imaginó el santo Ramírez Vázquez.
Las tres de la tarde bajo el rayo del sol. Los terregales se doran bajo ese sol como toro padre, garañón, macho cabrío, morueco en brama que así embiste laderas y lomeríos erizados de caseríos pardos, aborregados a la advocación del tabicón. Allá, miren, en el llano, la febril zona fabril, y a un lado la ciudad perdida, por más que en el rumbo todos la conocen. Y presidiéndolo todo, San Juan Ixhuatepec…
Las tres de la tarde acaba de proclamar la sirena de la fábrica transnacional de asbestos y plásticos cancerígenos no biodegradables cuya chimenea noche y día se vive atarantando la atmósfera con semejante borbollón de humo y cochambre, mientras por el desagüe mea un sempiterno chorro de ácidos y desechos industriales que corrompen el valle y lo tornan más agrio, más desapacible y más agreste todavía Tarde hervorosa de sol…
Y ocurrió, mis valedores, que por uno de aquellos senderillos de polvo que bordean fábrica, muladares, cementerio de automóviles, ciudades perdidas y perdidos escondites de viciosos perdidos, venía caminando a pasito lento aquella mujer de la clase pobre (pobre como lo somos todos, si exceptuamos a los ricos); pobre en un pobre país del subdesarrollo, o lo que es lo mismo: tan joven ella y ya tan avejentada; tan agraciada de rostro, pero ya tan ajada y pálida, tan ojerosa; todavía en la flor de su edad, y ya con ese chamaco prendido a la teta y esos dos que se le untan a la falda; una niña tan tierna, tan jovencita, y ya con esa barriga de meses…
Mírenla ahí, que viene acercándose despacito, dos baldes vacíos, a ver dónde se topa con algún grifo -pero grifo de agua, no grifo de mota, que los mariguanos mal haya para qué sirven, y así quién los va a procurar-; un grifo donde llenar esas dos cubetas de plástico, verde la una, y la otra de un amarillo estallante. Véanla ahí, caminando despacio por el senderillo que baja del cerro. Y mis valedores: fue entonces; entonces aconteció que la joven de piel terrosa y marchita y labios fruncido de resequedad se cruzó en el sendero
con otra mujer del rumbo, la cual caminaba cargando una canasta cubierta con su servilleta blanquísima, bordada a mano, con un letrero (trutrú) que a la letra dice, clama, pregona a puro orgullo: «Tomás es mi dueño…»
Fue entonces, repito. Ahí se queda viendo a la embarazada aquella frutal sota moza, tehuana del trópico cálido y bello, el Istmo de Tehuantepec, ella que por puro amor a un cierto zacatecano arrimadizo de San Juan Ixhuatepec dejó atrás mares y costas y sones de marimba y frutos dulcísimos, y acá se ha venido y avenido a malvivir (pero en amor) con el fuereño enraizado en el erial poblado de forasteros que apenas, a penas, logran sobrevivir. Fue entonces cuando la tehuana se quedó observando el rostro de la joven avejentada, se detuvo y sin dejar de mirarle ese lloro en las pupilas:
– Válgame, mujer, pues usted viene llorando.
La otra jadea Se acomoda al chamaco en el pecho. Se aplana un cadejo rebelde. Baja la testa
– Por qué la congoja, mujer. ¿Su marido, que llegó borracho? Viene usted llorando.
– No, ha de ser el sudor. Con lo que pesa mi Yónatan…
– Qué sudor ni que Yónatan. Usted viene llorando. ¿Por qué la pena? ¿Malas noticias de la familia? ¿El embarazo, de alto riesgo? ¿Qué, mujer?
– Ay, Nallieli, si usted supiera..
– No me diga que su viejo la trompeó, que le salió lo macho y…
– Cómo cree, si mi Pepe Chon nunca me ha puesto encima la mano.
(¿Entonces? Eso, mañana.)