Qué joven fui una vez…

Miro mi foto, la examino y pienso: ¿conque este fui yo alguna vez? ¿De veras? Ah, tiempos aquellos, los de mi primera juventud, tan lejanos, que fueron los de la abundancia de ideales y la carencia económica; de la escasez de ropa y la prodigalidad de una greña que escurría Glostora, qué tiempos aquellos que fueron los del primer amor -todos los amores son el primer amor-, los de la sota moza de prosapia Orendáin que deambulaba por el parque arbolado mientras que uno acá, con los puros ojos Debiéndosela desde lejos, el sudor en las manos y la taquicardia en un corazón lacerado de ansias amorosas. Ya lo canta el Kama Sutra (¿o fue Nietzche?): «Las goza quien las merece, que yo, con verlas, descanso». Guadalajara.

Pero no todo se me iban en mirar de lejos y suspirar. A la mano tenía San Juan de Dios, mi barrio, por aquel entonces claveteado de antros, piqueras y mancebías, doctores espanta-cigueñas peritos en enfermedades venéreas y el templo para los harponazos de penicilina espiritual. Mi barrio.

Noches de sábado. Yo, hormona alborotada, de turbio en turbio las pasaba encuevando en el muy honorable salón para familias La Nalgada (la moneda con la que el cliente liquidaba el servicio de la bailadora daban el derecho a pegarle rotunda palmada ya en la derecha, ya en la zurda, a escoger). Y venga en la sinfonola «Pachito e’che», y el Benny. ‘Tero qué bonito y sabroso». Almendra, danzón Y tú, la ilustrísima desconocida que con las hebillas de tu portaligas te abrochaste toda mi virginidad…

Ya va amaneciendo, ya la cruda realidad se enrosca en el vientre y trepa a la cabeza: la hora ha sonado de aliviar la panza con pancita caliente, picosa, y dejar sitio a la media de ostiones. Y a volver a vivir. No lloro, nomás me acuerdo de que llegaba el domingo, yo a misa de doce y, liviana la conciencia, vamonos a tirar dos que tres clavados. No en los dineros públicos a lo Fox o Salinas y Cía, sino en la pública alberca, sede de mis gloriosos panzazos. Cuando menos acordaba, la noche, y ya de noche y al amparo de la oscuridad cómplice… (Mis valedores: ¿no los estaré aburriendo? Por sí o por no, aquí aderezo el guiso con una salsa levemente sicalíptica. Ahí les voy)

Yo arriba, ella abajo, y la pareja, que no tenía para cuando acabar. Aclaro: yo, desde lo alto de la gayola, miraba debajo de mí la pantalla del cine Park o del Regís, pista y campo de combate donde la pareja de cómicos (¡el Gordo y el Flaco!) todo era correr, brincar, caer, alzarse, volver a caer, y ya tropieza, ya derriba el jarrón, la lámpara, la fuente de frutas; y ya resbala en el plátano, chilla, se soba, hace muecas, visaje: y sigan los tumbos, los topes, los mojicones. A mí, con la sangre dulzona sin llegar al punto de la diabetes; a mí, que aún conservábame virgen de tantos achaques (conciencia política, cantatas de Bach, organización celular autogestionaria y demás lobanillos del áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada a veces, y a veces nomás agónica), las chistosadas del cómico me los reblandecían, me humedecían de risa ojos, belfos y algún esfínter, al unísono. Qué joven fui una vez, que niño de teta cuando se podía (Perdón, y sigo.)

Fanático fui del cine mexicano, con sólo que la película llenase un requisito: que fuese mala a morir, que ello me hacía vivir, y siendo, como eran, cintas mexicanas, ¿cuál abstenerme de ver? ¿Cuál, Charito Granados? ¿Cuál, Maritoña Pons? Todas eran mis favoritas: esta comedia, la trágica de tan mala, y esta tragedia de involuntario humor, y la tragicomedia, el dramón pasional, todas. Fanático fui de las malas películas, sí, pero al igual que los viejos adoradores del cine mudo que no lograron resistir el salto de calidad al parlante, así yo: hasta el mal cine en blanco y negro llegué, que aquellas malas películas algo, en mi pésimo gusto como cinéfilo, tenían rescatable, mientras las cintas mexicanas de color, con sus excepciones, no me parecen malas, no, sino cretinas, estúpidas, a la medida de los pobres de espíritu que asisten al cine para (asco, horror), mascar, tragar, eructar y rumiar bolsas de palomitas entre comentarios de lo que ocurre en la pantalla Yo, adicto al cine de Eisenstein, Bergman y cercanías, ¿soportar El acorazado Potemkin, Que viva México, Gritos y susurros y Paisaje en la niebla con mis vecinos de asiento mascando palomitas? Deserte de la sala de cine Me rendí, de plano, y no más. Pero cuánto añoro aquellas parejas de una comicidad (¡Laurel y Hardy!), que degeneró hasta la náusea con los vurus de Virus y Capulina Estómago tuve para el mal cine de pésimos comediantes, pero después de Virutas y Clavillazos, de un Tin Tan ya ventrudo, un Cantinflas atascado de moralina y toda la cáfila de farsantes que (placer de pobres de espíritu) a pastelazos emporcan el cine, ¿soportar esos detestable sketches (salivazos, nalgadas, nalgazos) de parejas de cómicos tan babosos, tan zafios y cínicos como Fox y Beltrones, Espino y «Germán«, Zavaleta y Noroña, El Peje y Ortega? ¡Nunca! Paso sin ver. He dicho. (¡Puagh!)

Un comentario en “Qué joven fui una vez…”

  1. El problema de las parejas cómicas que menciona es que no se quedan en la pantalla de una sala de cine; hay que tenerlas presentes , queramos o no , en la realidad cotidiana.

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