Valedor del fregadaje

Y por esa razón, mis valedores, aquí exalto la presencia del Metro, benefactor de los pobres, que en México lo somos todos, si exceptuamos a los ricos. Ayer nomás, ya con un pie en el estribo, de pronto ahí, en el matutino: «Urge un examen antidoping a los celadores del metro». ¿Que qué? Cruz, cruz. Me trepé en el vagón, y el estremecimiento en la columna vertebral: «Columna vertebral de transporte en la Ciudad de México, el sistema de Transporte Colectivo Metro está en crisis ante la falta de mantenimiento de sus vías, trenes e instalaciones». Y que de continuar así, el próximo año podría sufrir un grave colapso. Ájale, ¿y entonces los que viajamos en él? Nosotros qué? Nomás me quedé pensando y…

¿Recuerdan ustedes cómo era el metro todavía hace unos ayeres? Nuevo, flamante, rechinando de limpio y acabado de engrasar, que como entre nubes se deslizaba en sus rieles. ¿Se acuerdan? Ayer observé el vagón que me tocó en suerte, y aquella tristura. El tiempo, constructor y destructor. Suspiré.

Y es que en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada, de días y días y trabajo todos los días, el flamante vagón ha envejecido, y qué melancólico: apenas arrastrado por el convoy, al tener que avanzar le escuché aquel largo quejido que de las entrañas le brotaba, y de redaños aquel pujar. Al jalón de arrastre todos sus nervios y costillares se pusieron a chirriar, chillaron al modo del animalillo al que aplastan al pasar. Lo oí jadear mientras avanzaba, y arrojar chisguetes de viento que desparramaban humanísimos tufos de entrepierna, sudor y sufrimiento recóndito (yo, aquella tristura). Bajé los ojos; el piso, desbastado hasta el material de la base Examiné el resto del vagón: en el espacio donde van los indicadores de ruta, todo despapelado, descarapelado, leproso. Y qué fue de aquella agradable voz femenina que, en el sonido iba anunciando la hora exacta y el nombre de la estación a la que nos aproximábamos. El vagón, como todo joven (sangre roja, caliente), cantaba al andar, canto jocundo de enamorado. Hoy, viejo asmático, impotente…

«Por favor, permita el libre cierre de puertas». ¡Cuando el convoy iba ya en frieguiza! Y al llegar a su máxima velocidad, la femenina voz: «En breve reanudaremos el servicio. Por su comprensión, gracias». Ya el infeliz, alzhaimer y demás achaques de la edad, decía una cosa por otra, puros dislates. Yo, ¿por qué me encogí en el asiento? ¿Por qué aquella pena, la vergüenza aquella, la nostalgia? La vejez, el aletazo de la Descarnada

Un soterrado quejido al arribar a la estación. Un largo lamento cuando lo forzaban a continuar. Como que en su queja reclamaba la piedad del depósito donde descansar antes del inevitable deshuesadero. Y allá vamos, a querer o no, él rechinando y no precisamente de limpio, que debajo de los asientos observé el pomo de plástico, la caja embarrada de cremas y salsas, el pegote de la goma de mascar, todo oliendo a desgaste, desajuste, aflojamiento, vetustez. (Mi ánimo, que se añublaba). En su pelleja los viejos grafitos: «Warriors», «Puto yo». Fechas, mensajes, entrañables nombres que el punzón garrapateó en los cristales: «Lisa«, «Marta«, «Paulenka mi nena«, «Aída, tú, la de todos los días». El aletazo de tiempo que se nos fue para nunca más, dejándonos a su paso tan sólo un desplumadero de recuerdos. No lloro, nomás me acuerdo. ¿Me permiten? Una toallita de papel…

Y allá vamos, el reumático y el suspirante, el gotoso de los engranes artríticos y el pasajero que meditaba, reflexionaba, se oscurecía y en silencio moqueaba Allá vamos, en la tripa de la madre Gea, madre tierra, metros debajo de donde la vida fluye de cara al sol. Avanzamos a jadeos y pujidos y entre cimbrar de articulaciones mal ajustadas. Y de repente la súbita sacudida El convoy, en la oscuridad del túnel, se engarrotó entre dos estaciones. ¡Se apagaron las luces! ¡Jesucris….’ De inmediato, la iluminación, qué alivio, por más que sólo al 60 por ciento, y pistojeado. Sentí que en la cabina de mandos el operador soltaba la rienda y clavaba el acicate en los corvejones del anciano anquilosado, que reventó en rechinantes lamentos y estridencia de ventosidades. En el equipo de sonido: «Por favor, permita el libre cierre de puertas». Válgame. Y ya se avistan las luces de la terminal, y ya el operador aplica los frenos, y al rejón, el viejo asmático suelta el lamento que implora piedad. Yo, mi ánimo gemelo del ánima del vagón, andaba ya al borde de los pucheros y la lagrimilla Y fue entonces cuando alcancé a ver de ganchete: «Potrero«. ¿Que qué? Friégale, ¿cómo de que «Potrero«, si yo iba aquí nomás, a «Viveros«? Quise brincarme las trancas, corrí a la puerta, y en un convoy a su máxima velocidad grité, y los ojos de todos encima de mí:

– ¡Bajan, chofer! ¡Esquinaaa.!

Mis valedores: el Metro, valedor benemérito del fregadaje, sí, pero ahí nomás, al acecho… ¿el colapso? (¡Cuidado!)

Un comentario en “Valedor del fregadaje”

  1. Parece que incrementar el precio del boleto del metro le daría a éste algo de oxígeno para seguir en servicio,pero con la mira puesta en la candidatura presidencial de 2012 Ebrard dice que no , que el precio del boleto se queda así, lo curioso es que a cuanta persona he preguntado, estaría dispuesta a pagar más por el servicio con tal de que se le diera mantemnimiento al sistema.

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