La picaresca española

Felipe IV de España, mis valedores. Su vida como la de cualquier otro humano, cabe entre dos fechas (1605 y 1665 la suya), y el sino mediocre: cetro y corona lo llevaron a perder el equilibrio. La melancolía lo mató…

Varón impulsivo y de mediana inteligencia, este mediocre Felipe fue impuesto por su mero padre, el monarca anterior, que a su vez había sido encargado en la silla por el precedente, y todos ellos por el primero de los Felipes. Y así hasta la decadencia del reino. Lo usual. España.

Dicen los biógrafos que el Felipe de marras se estrenó a lo espectacular; que generó esperanzas en una sociedad de vasallos que los anteriores Felipes -demagogos, depredadores- habían desbarrancado en pobreza, desesperanza y crisis global Pues sí, pero de súbito, aquella decisión: mediocre hasta el tuétano, Felipe tomó la resolución de entregar las llaves del reino a cierta eminencia gris nombrada Conde-Duque de Olivares, el Camilo Mouriño del Felipe aquel, que de ahí en adelante lo mangoneó como se le inflamaron sus ganglios. ¿El resultado de la real decisión? El previsto: saqueo de las riquezas naturales, enajenación de gran parte del reino al vecino imperial, privilegios a los Carlos Slim y congéneres, y cesiones, concesiones y concertaciones, y todo pagúelo español Destino de pueblos débiles…

Pero el as en la manga del pueblo español: 25 años antes del gobierno de aquel Camilo Mouriño y el mediocre Felipe IV, la España menesterosa por gracia de sus logreros validos de la ocasión había tenido el vigor, la potencia y la fortaleza para parir a un narigón de antiparras que iba a ser, con Góngora, Lope, Cervantes, Juan Ruiz y tantísimos más, horcón y cresta del Siglo de Oro: mi admiradísimo señor don Francisco de Quevedo y Villegas, poeta él, y ensayista, humanista y fabulador, o lo que es lo mismo: genio de la sátira y portento del idioma español. Léanlo, a ver si pueden tacharme de exagerado.

Pues sí, pero achaques del tiempo: el genio se dejó querer del mediocre y le aceptó comilonas y becas, premios y menciones honoríficas, que ni intelectual orgánico, inorgánico, del efímero reino de algún otro Felipe. El, mi don Francisco en persona, jugándole al inorgánico, válganos Dios. Pero en fin, allá éL Con decir a sus buenas mercedes que Quevedo el genio llegó a canturrear con Felipe el mínimo y en tono de sol mayor, la tonada:

«Bécame- bécame mucho- como si fuera esta beca la última vez…»

Con toda la corte de los milagros aparecía el día siguiente en las primeras planas, el grupo de intelectuales en derredor de Felipe, y gozaba con la publicidad. (¿No me estaré equivocando de personajes, el mediocre, el genio y el intelectual?) Pero no escandalizarse: cosas fueron del tiempo, y no de España.

Pero de raza le viene al macho ser de redaños. A los postres del comelitón mi señor don Francisco se ponía a observar, más allá de un palacio real convertido en bunker para evitar las expresiones de amor del pueblo español, la turbamulta de aquel pobrerío que se fatigaba, día a día, en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada. Contemplaba Quevedo el espejo y la flor de la picaresca española: ciegos mendicante y lazarillos de Tormes, religiosas falsos y auténticas putanconas veladas de maritornes, trotaconventos y monjes fingidos, picaros de urdemales y terceronas de oficio, las celestinas que hoy nombran alcahuetas. España. Inmortal a pesar de Felipe el parvo…

Quevedo, al mirar el río de necesidad, se dolía de aquellos menesterosos de las medias para abajo (las clases medias). Varón de virtudes y blando de corazón, rebelábase contra la injusticia que asolaba el reino de Felipe el pequeñajo. Entonces pensó, discurrió y valeroso como era…

Estalló el escándalo. Cierta mañana en que Felipe, disponíase a desayunar (la víspera estuvo encendida de fuegos fatuos: auto-bombo, autoelogios, y concertaciones, y acuerdos, y pago de facturas a las Gordillos por servicios prestados a la corona Todo a espaldas -a lomos, sí- de quienes pagaban los costos del comelitón. ¿Quienes serían..?

Ya se disponía Felipe a pasar la servilleta por su agusta barba cuando en eso, debajo de ella aquel manuscrito con semejante acusación contra su mediocre gobierno. ¿Y esto? ¿De qué se trata? ¿Quién osa acusarme..?

Era aquel, mis valedores, el famoso Memorial que, por más que anónimo, por la destreza de los paraedos y la justeza de la acusación, a las claras pregonaba el nombre de su autor Quevedo. Y ahí ardió no Troya, sino Madrid. Como buen mediocre -¿habrá mediocres buenos?-, Felipe era vengativo, y con el rencor en sus lentes requirió los servicios de la guardia real, y al calabozo el genio, y que un tal Alfredo Blas, juez Io. de lo penal en Toluca, le embombillara 67 años -¡con seis meses!-. Así se escribe la historia Por cuanto al cuerpo del delito, o sea el Memorial… (El lunes.)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *