Sombras nada más…

El cine nacional, mis valedores. Leo en los matutinos que la industria está en auge y es reconocida aquí y en el exterior. De forma encomiosa se publican nombres para mí desconocidos, como un Gael, un Del Toro y un Diego Luna, con los títulos de sus cintas. Cuánto quisiera disfrutar de las buenas películas, pero mi falta de ánimo me lo impide Yo no tengo el valor de enfrentar el estrépito que, los ojos clavados en la pantalla, producen muelas y premolares remoliendo bolsones de comida chatarra Y luego esos comentarios a toda voz…

Huí de la sala de cine para nunca más…

El cine nacional. Es propósito declarado de cada nuevo sexenio mejorar la calidad cinematográfica Como si todo fuese propósito, gobierno, dinero y leyes; como si se tratara, antes que de arieles y diosas de plata, de talento y algo más. Como pruebas, las cintas del neorrealismo que produjo una Italia en ruinas tras de perder una guerra mundial, obras maestras a las que todo les faltó, menos talento. Roma, ciudad abierta, Milagro en Milán, Ladrones de bicicletas…

La industria, en nuestro país, como que nos esperanzaba: ya se produjo Canoa, ya se logró El apando, como antes El esqueleto de la señora Morales y aquellas inolvidables Esquina bajan y Hay lugar para dos, de Alejandro Galindo, ese viejo formidable que en Ni hablar del peluquín se engulle el relato de Averchenko sin darle el crédito.

Pues sí, pero más allá de las esperanzas que alentaban Tlayucan, Tiburoneros y algunas más, con la invasión de las Sashas y Güeros Castro de ayer y hoy el cine mexicano se abarraganó en tráfico de chicharrón con pelos, con pelos y señales de ficheras, taloneras y demás flor y nata de la mancebía, la vagina, la ginecología, el clítoris y el albur, machihembrados…

La industria del nalgatorio como productora de dinero, en auge; como calidad, en picada en plena degradación. Y a esto quería llegar yo: ¿se percatan ustedes de que el cine cimarrón, el de larga trayectoria centenaria y momentos de sombra -tantos- como de luz -tan pocos-, ha venido empotrando la cámara en emplazamientos distintos? A ver.

Desde Santa hasta Allá en el rancho grande y anexas, el cine tricolor emplazó su cámara en el patio interior de la hacienda, enfocada en la ventana (madreselva, bugamvilias) de la casta Lupita, que a la luz de la luna recibía, mordizqueando el rebozo, los requiebros y las romanzas de su charro cantor:

Mujer, abre tu ventana – para que escuches mi voz…

Y la gayola, que revenía de aplausos. Qué tiempos aquellos…

Tras de la borrachera de cintas campiranas, en donde se cuentan aparte los logros mejores de Femando de Fuentes y El Indio Fernández (Pueblerina y Enamorada, esta con un final que, plagio de Morocco, lo supera con creces), que preludiaba la denominada «época de oro» (que llegó, cabello envaselinado, echando humo por boca y nariz), vino el desgaste de un género que terminó en charritos de banqueta y picapapelitos de piquera soldados al gollete del pomo, que a la menor provocación se soltaban berreando eso híbrido que apodaban bolero ranchero, Dios haya perdonado al Javier que no supo pasar de sombras nada más. Debajo del bigotito sí, el cigarrito…

La cámara varió de emplazamiento y penetró al hogar de la clase alta mexicana (alta es un decir), y se apoderó de la sala del gran salón, entre el piano de cola y la cola de una Andrea Palma que, lógico, ella también tiznaba la pantalla con el humo del cigarrito, sólo que con una larga boquilla encajada a la bocazo estallante de rouge. En el aparato de radio con facha y tamaño de catafalco, la sacarinosa voz: «Amor, por ti bebí mi propio…»

Aquí el conflicto ya no surgía entre las calenturas del hacendado y los celos del caporal, Emma Roldán de tercerona, sino entre el flemático Linares Rivas y un atildado Arturo García que en esas andanzas era ya De Córdoba. Sus diálogos: almidonados; hijos legítimos y naturales de la tinta de los Bracho, Aub, Magdaleno, Revueltas. En gran acercamiento, el De Córdoba en bocanadas arrojaba su voz al rostro de Irasema Dilián, Marga López, esa gloria de apellido Marín y Rosita Quintana. Pegado a los belfos, el cigarrito…

Y llegó el desgaste; la cámara cayó al arrabal y se plantó en el cabaret que años atrás regentearan el gangster de pacotilla Juan Orol, su metralleta y la esposa-vedette en turno, en gran acercamiento la «grupa bisiesta» de Maritoña Pons, gloria de sudorosos aguayones, al ritmo novísimo de la conga en frenesí de timbales y tumbadoras. «Ya empezó la guaracha del salón». Qué tiempo aquellos. Nosotros, los entonces, ya no somos los mismos…

La zafiedad, ya entonces, como la de hoy. Una incultura crujiente de muéganos, pistaches, palomitas de maíz. Huí. (Sigo después.)

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