Y Jehová dijo a Moisés: Por cuanto no creíste en mi, para sacrificarme en ojos de los hijos de Israel, no los guiarás en la tierra que les he dado.
Así yo, Moisés de pacotilla: mi falta de fe frustró un milagro que nos hubiese beneficiado a tantos. Lamentablemente. La crónica:
De noche, cuando me acuesto, le rezo a la Virgen de la Macarena. Después paso a persignármela, y a dormir el sueño de los justos; de los justos que no padezcan insomnio. Pues sí, pero la noche del pasado viernes aquel remordimiento que me forzó a recibir insomne los rosáceos dedos de la aurora. Ah, mi falta de fe y exceso de sarcasmo…
Esa tarde había acudido a visitarlo. En persona me recibió. Y cuánto silencio en su casa, cuánta quietud. El zurear de alguna paloma, el tenue aroma de resina quemada, y la paz. Y qué comunicativa resulta una soledad contenida por mucho tiempo. El anfitrión y su visitante de amigo a amigo se pusieron a abrir de par en par la espita de las confidencias: tristurias, recuerdos, dolorimientos, alguna repentina alegría. Ahí, en la penumbra del recinto a medias de una tarde cenicienta de Viernes Santo, dos soledades se trenzaron en diálogo de peritos en soledad y abandono. Lo oí suspirar.
– Cuánto le agradezco su visita -díjo-me, y me sonrió. Con sus puras pupilas.
Yo, el gañote oprimido por la emoción, me refugié en el silencio, cuando tantas cosas hubiese querido decirle «Las está expresando con claridad, me dijo. Con su modo de mirar me las dice». Me conocía mejor que yo mismo; me leía el cogollo del cerebelo; del corazóa Nada necesitaré expresar con palabras acerca del milagro que había ido a solicitarle.
– Sea, pues, pero condicionado, de forma tal que el beneficio tenga su contrapeso. La ley de los contrarios, usted me entiende.
¿La condición? Seguir soportando que esta ciudad, mi habitat natural, siga de sede y asiento de las politiquerías más baratas, que tan caras resultan al paisanaje, intolerable contrasentido. Ruda la condición, pero soportable, porque hasta ahora la he podido resistir a pie firme, cuando no discretamente culimpinado, y él lo sabe muy bien.
– Lo sé. Áspera la condición, pero piense en los beneficios.
Espléndidos. Porque habiendo ocurrido, como ocurrió en la Semana Mayor, que únicamente herejes y cismáticos, sólo impíos, ateos y faltos de temor de Dios osaron hollar los días enlutados para explayarse en la playas entre tangas y bikinis, y el licor, el jolgorio y la jácara, ahí el milagro: con sólo impedir que los tales regresaran a la ciudad se habría dado muerte a la hidra del mal. Y un segundo beneficio: que ya sin los miles, cientos de miles de impíos, el DF se descongestionaría en gran medida Qué bien.
Pues sí, pero fue entonces cuando el milagro inminente se vino a frustrar (esa mi falta de fe, esa mi mala costumbre de ironizar): «Válgame, pensé entonces; así que esta ciudad se va a convertir en La ciudad de Dios, La Utopia, casi el paraíso». Sonreí. Muy a lo discreto. Pues sí, pero…
– Pero usted ha dudado del poder de Dios, y eso ciega las fuentes de la misericordia. Me duele, más que por usted, por los buenos católicos.
Sentí el ardor en el rostro. Vergüenza Frustración. Remordimiento. Y fue así, mis valedores, como abortó la tierra prometida Ahí, gacha la testa imaginé lo que hubiese sido el prodigio: que su poder amurallaba la ciudad, y que en ella sólo quedásemos él, yo y los católicos con todo y sus reverendos pastores (esos que, obedientes de la ley de Dios, predican la obediencia y como castos la castidad, y la mansedumbre como mansos de corazón mientras que, como pobres, entre los pobres predican la pobreza). Porque siendo como fue que los católicos permanecieron en la ciudad, anonadados y de rodillas ante el drama inconmensurable de la pasión y muerte del Ajusticiado, ellos, como católicos, son fieles observantes de la ley de Dios manifiesta en los diez mandamientos y sobre todo, en la síntesis del Ungido:
«Ama a tu prójimo como a ti mismo. Con hechos…»
Ellos, católicos, no saben mentir, hurtar, perjudicar al prójimo. Qué bien. ¿Y la condición? al igual que Eva y Adán, para ser felices en el paraíso, hubieran precisado de la infelicidad 0a ley de los contrarios), así nosotros: con el daño que nos causaran los tejemanejes de los políticos apreciaríamos la paz y armonía de una ciudad regida por la ley de Dios. Mejor soportaríamos la intromisión de la Gordilo), a la Marta y su parentela a los yunqueros de Acción Nacional y, sea por Dios, a los Chuchos y niños verdes que medran con los dineros de todos, que deberían dedicarse al beneficio de todos nosotros. Esa era la única condición Pues sí, pero mi falta de fe, mi tendencia a las ironías. Ahí nomás, frente a mis ojos, la avalancha de impíos, que regresan del bikini, la tanga, el licor; en los días enlutados. (Dios.)