Ájale. La afirmación del jefe de gobierno de la ciudad pescó en frío a los contertulios. «¡No puede haber vendedores en la vía pública! ¡Este mismo año tenemos que liberar las calles del primer cuadro!» Desafiante chicoteó la respuesta: «No saldremos del centro, y hágale como quiera! ¡La vendimia popular no se va a terminar por decreto!» «Peligroso, comentó don Tintoreto, lavado en seco y a todo vapor, se angostan y enanchan corbatas. Ahora mismo, una riña de ambulantes causó una muerte». Nomás me quedé pensando, y sí…
El ambulantaje, mis valedores, incontrolable y creciente, y que a todos nos ha rebasado, comenzando con las autoridades encargadas de mantener el tránsito de las calles libre y expedito. Al fallar en esa obligación propician que un ambulantaje que se ha apoderado de calles y aceras nos viole un derecho legítimo, consagrado en el Once Constitucional, que asegura el libre tránsito por toda la ciudad. Otros que nos lesionan este legítimo derecho son los atrabiliarios vecinos, que con el pretexto de procurarse seguridad domiciliaria y con el alcahuetaje de las autoridades, cierran las calles con rejas y casetas policíacas. «De otra manera no tenemos seguridad», el pretexto. Yo, entonces, pregunto: ¿tiene derecho el violador cuando se justifica: «Es que no tengo pareja con quien desfogar mis urgencias
sexuales»? Estado de derecho. En fin.
El ambulante, ese hijo putativo de la pobreza creció torcido y se desarrolla como una más de las excrecencias del modelo neoliberal; que crece al parejo del desempleo, y que se va apoderando de calles y plazas, atrios y aceras, estaciones del metro, parques públicos, en fin. Y pásele, marchantito: fayuca legítima de Taiwán. Y que jovenazo, qué le vendo, y que tenemos en existencia radios y grabadoras, paraguas y discos, compactos, artesanías y videos, televisores y línea blanca, artefactos para la sexualidad y viagra legítimo. ¿Qué le vendo, señito? Y el tenderete, el puesto, el changarro, el canasto y el cajón de fritangas, y la invasión de aceras y estaciones del metro, y friéguese usuario, peatón y Once Constitucional, y háganle como quieran.
Y ahora resulta que Ebrard jura sacarlos del Centro Histórico a como dé lugar. Menos mal que más adelante matizó su afirmación: «Vamos a ofrecer soluciones, porque la mayoría de los ambulantes necesita en trabajo y realiza esa actividad de manera licita».
– Menos mal (en la tertulia de anoche, don Tintoreto, lavado en seco y a todo vapor, se enanchas o angostan corbatas). Menos mal, porque el ambulantaje es un fenómeno que ha crecido en forma descomunal, hasta convertirse en un Estado dentro del Estado y un Poder dentro el Poder.
– Me cái que sí (Le cayó al joven juguero); porque si Ebrard se enfrenta a los ambulantes, a su cicirisco le va a ocurrir lo que al mío. Ya se me pasaron los ardores, pero por ahí se chorrió toda mi dignidad de macho, o sea.
Habló El Síquiri. «¿Y qué relación pecaminosa existe entre su aquellito y los ambulantes..?»
En silencio escuchamos la crónica del joven juguero: «Porque, o sea, ¿qué creen? Ayer al medio día fui por mis huevos al Centro Histórico«.
– Válgame (la tía Conchis), ¿por sus puras alilayas? ¿A puro valor mexicano se fue a meter a la boca de Carlos Slim? No me diga que el ciudadano ya no necesita visa, pasaporte o permiso del dueño del Centro Histórico para aventurarse por aquellos rumbos…
Ahí, pertinente, la aclaración: el juguero se desplazó hasta el Centro Histórico, sí, para surtirse de la materia prima de los licuados.
– En Balderas tiene su changarro el que me surte de huevos, ¿ven? Es cuate, y los cuates de yema cuata me los da más baras, o sea. No, y pues ai tienen que me bajé en Juárez, y salí a la calle, y chale, que se me deja venir aquella jicotera de vendedores ambulantes. ¡?rale..!
Y tantas peripecias le sucedieron con los beneméritos buscavidas del ambulantaje, que buena parte de la tertulia se llevó en describirlas, por más que muy acá entre nos, yo de su crónica le creí la mitad, y eso porque me paso de crédulo. Siguió el de los licuados con uno y dos huevos:
– Y nada, que apenas traté de avanzar por Balderas me asaltan los vendedores, y órale. ¿Banqueta por donde avanzar? ¡Banqueta madres! Y yo, por la prisa de sentir los huevos en la mano, intenté aventarme al arroyo.
Arroyo vehicular. Pero «aquella maría, con el chamaco en la espalda, se me va cerrando por la entreala derecha, y órale, la carga de hombro, el rodillazo de faul, el jalón de camiseta, y que me la apronta, su mercancía: ¡Clinis, chiclis! ¡Lléveselo, zurradito! «Me lo llevo, pero antes cambíele el pañal». No el chamaco; su radito de transistores. El pirata de los discos pirata tíznale, el caballazo abajeño. Yo, doblándome a la sofocación por el rodillazo en mi mero manchón de penalti: «Arbitro, enséñale la..! (Mañana.)