Esta vez la mujer y el rito de los afeites. Y a propósito, mis valedores-, ¿habrá presenciado alguno de ustedes esa liturgia del maquillaje que ofician cada día y el otro también tantas de las tantas matronas que se arropan en la penumbra de los sesenta, sesenta y cinco de su florida edad? Yo sí. Lo presencié ayer mismo. Fue al parpadear de la tarde, y ocurrió así:
El baño de mi depto. da al dormitorio de mis vecinos del 24, pared con pared, de tal modo que con facilidad pude presenciar la escenilla que ocurría entre don Evaristo Cervera o Corcuera y su estimable consorte, una doña Queta, Kati o Kity, que por ahí va el diminutivo. Esto pude lograrlo con sólo pegar conta el muro una cubeta y encima de ella colocar un taburetito, y como remate mi nica azul. Después; a lo equilibrista, treparme afianzándome de la cortina de plástico, y en el ventanuco del baño, una especie de ojo de buey, este güey abrir sus dos ojos, y ahí me tienen ustedes, fisgoneando el dormitorio de mis vecinos, el susodicho don Evaristo y su robusta consorte, sesenta años de edad. Corridos. Pero no, qué decepción, lástima de fatigas y riesgos para alcanzar el vantanillo: ninguna escena sicalíptica, sino…
A ver. Varón de sesenta y tantos ayeres con uno que otro anteayer, don Evaristo se advierte todavía enterizo, apretado de vigor y con una cierta ironía que le rebrinca, manada de chivos, en las pupilas. Doña Queta, Kati o Kity, sesentona también, acostumbra andar siempre muy relujada, emperifollada, luciendo mallones y esos trapos muy a la moda de Tepis Company, con galas y afeites que una sota moza de 25 ayeres menos que doña Kity luciría muy bien. Pero Kitis vemos… (Ándale, macho que no fueras.)
¿A dónde y a qué se dispondrían a salir don Evaristo y su señora consorte, la tarde de ayer? ¿A la partida de baraja? ¿A alguna recepción, un bautizo, unos quince años? ¿A alguna despedida de soltera, que los picados de pocho denominan shower, parando la jeta de mestizo tropical..?
– Apúrate, o tu cena de cumpleaños nos la merendamos en la madrugada.
Ah, cena de cumpleaños. Yo, desde la ventanuca del baño observaba a aquel cacho de habitación, donde doña Queta, Kati o Kity, frente a la luna (la del tocador) ponía sus dos (ojos) y luego ponía sus cinco (sentidos, con el sexto de toda mujer) en el ritual del maquillaje; un ritual que se prolongaba lento, moroso, con cuidado sumo y minuciosidad.
– Eva, ¿crees que esta me las alcance a disimular, o séase las lonjas?
¿Eva? ¿Doméstica nueva? ¡Que hayan despedido a mi Martina..!
– ¿Me las disimula, Eva? -Resoplaba al rigor de la faja, que resoplaba al rigor de unas lonjas que, pecando de sinceras, no se dejaban disimular a lo hipócrita.
«¿Cómo ves, se me ve de avispa? ¡Eva, que vengas a vérmela, Evaristo!
Ah, Eva era él, que ya con traje de gala y corbata de moño jo tenía abierto, el matutino, que abierto y todo, a doble plana y entre pujidos mal alcanzaba alojar a todo lo largo (¡a todo lo ancho!) a Beatriz Paredes.
– Creo que el chiquito negro no me favorece, ¿tú qué dices? ¿Cómo me lo ves desde ahí, viejo? ¿O me pongo el caladito color carne que me regaló El Valedor, quiero decir: que compré en San Antonio?
El cual viejo la alzó, la vista, la arrugó, la frente, lo frunció, el ceño, la meneó, la testa, y volvió al matutino, donde Beatriz, resoplando, clamaba: «Algunas voces me preguntan: ¿crees que el PRI de veras puede cambiar? ¡Claro que lo creo..!»
– Creo que me voy a poner este otro brasierito. Me deja el 60 por ciento de fuera, pero me levanta más, ¿no crees, Eva? Como que va más con mi personalidad, ¿no, viejo?
Una personalidad, pienso, total y definitivamente castigada por el padrecito Cronos, padre cruel que así nos (mal)trata a tantos. Y sí, por disimular lo fruncido de la piel, ahora se enjareta (doña Kity, no el padre Cronos) hasta docena y media de pulseras de oro y plata casados, imitación plástico, y en el pescuezo una mascada de colorines y ese suéter de cuello de tortuga al que se le había impuesto la misión imposible de disimular el cuello de tortuga de doña Kati. La cual, en plena labor de tlapalería (macho que no fueras), la arremetió contra la fachada, y aquellos polvos en pleno rostro.
– ¿Tú crees que dos manos de panquéic sean sufic?
– ¡Ándale, mujer, que es tardísimo! Voy a tener que rasurarme otra vez.
– Es que estas condenadas postizas… ¿Postizas? ¿Cuáles postizas? Ah, las pestañas. Y ya agarra la colaloca, o el colalés, o lo que sea que sirve para pegar postizas, y ya pepena el gusanito peludo, y ya se lo coloca en el filo del párpado (la noca así, abierta y medio torcida, miren), y ya se toma las pinzas de rizar, y venga el rommerl (el rimel, más propiamente, y a enjarrar de sombras los… (Mañana.)