¿Cómo de que el mediocre no tiene voz pública? ¿Y luego el claxon? ¿Y luego los cohetones y las chinampinas..?
Ayer les conté que el domingo antepasado padecí en carne propia y en carne viva las penalidades de los civiles en los territorios mártires de Palestina e Iraq, aunque yo nomás en el fragor de los bombazos con los que los buenos católicos celebraron el nacimiento de Jesús el Niño en el pesebre de Belén. Los no celebrantes padecimos una noche de perros. Bravos. En broma Pero un momento: ¿a los buenos católicos de mi rumbo culpar de la escandalera? ¿Y a ellos por qué? Ellos, en primer término, no son responsables de sus acciones, porque andaban hasta la Tula (Tula es mi madre) de drogas y alcohol; y en segundo, ellos celebraron la Navidad en la forma en que los Riveras y Onésimos los han adoctrinado o se los permiten, embebidos como andan los muy reverendos en el ejercicio que bien conocen, mejor practican y muchos mejores dividendos les significan: la politiquería barata, que a los buenos católicos le sale tan cara, en fin. Ayer inicié la crónica de los estallidos de pólvora que cimbraron este raigón de Héroes de Padierna que los héroes habitamos (yo, en completa soledad). Intentando dormir ya me remuevo en el catre, ya me enrosco, ya me estiro, ya rezo, ya imploro, maldigo, me alzo, me asomo a la ventana, con los puros ojos intento fulminar a los drogadictos borrachos que como Dios manda celebran el misterio de la Natividad, y recibo en rostro y costillares el beso de la ventisca. Comienzo a estornudar. La hago de tos. Y los buches de bilis. Negra. Navidad. México…
La negra noche de mi mal intenté probar el sueño. Diez, quince minutos,. Imposible. Jaque mate. Bajo la guardia. No puedo dormir. Me rindo. Esta noche la he de pasar en vela, como en vela la pasaría José a la vera de la cuna de pajas. Pero José no rechinando sus santas muelas, José no a causa de unos bombazos que chispan el mastique en los vidrios de mi ventana, José no por la pólvora que hacen estallar unos buenos católicos atascados de droga y alcohol. Bueno, sí, ¿pero el Bando de Policía y Buen Gobierno, título original, que me garantiza mi derecho a que ningún ruidajo de vecinos alebreste mi sueño? Por ahí lo dije y lo repito: es México.
México mío. Navidad. Toso, tirito, estornudo, me levanto, arrojo en el baño una bocanada de bilis. Regreso al jergón. Mi cerebro, en vela, hueco y vacío como sesera de Marta-Fox. Las dos de la madrugada de este lunes, 25 de diciembre. Allá afuera, el tanto de toda la noche y con el vago pretexto de la Navidad, entre amamantones de beberecua y chupetones de mariguana ha retemblado en sus antros la tierra con el cohetón, la ristra, la chinampina, el bombazo estremecedor. En las pausas, a todo volumen, una vocezuca de castrado clama que «no soy el mismo que ayer», como ayer dijo que no era el mismo de anteayer, y anteayer, etc. Me sorprendo arrodillado en el catre, y los discretos golpes de pecho: «Un milagro, Santo Niñito de Atocha...
Y ahí, el milagro! (Mi Santo Niño no sabe fallar.) En la penumbra del alba, una silueta borrosa que yo de inmediato, perspicaz que soy, deduje que era de la tía Conchis, conserje del edificio. Quién más podía ser, con semejante nalgatorio. «Dios me la envía para que me baje la calentura». Con algún bebedizo. Allá afuera, uno, a aullidos: «Traigo negra la camisa!» Válgame. Y bombazo, el rebrinco. Navidad. El ladrido: «¡Traigo la negra!» Y la retreta de explosiones y el súbito cohetón que ni los de ese Satán apodado Israel. «¡La traigo negra!» Yo así, miren: quijadas trabadas y ojos clavados en la oscuridad; entre el humo de la pólvora la tuba, las tarólas y el narcotraficante que le canta a «mis enemigos». Santo niñito recién parido…
Y aquí el de la lógica formal, que me la interpela: «Mientes, valedor. En este país la compraventa de artefactos de pólvora está prohibida, y en cuanto al ruido, pues quéjate, que lo prohibe el Bando de Policla y Buen Gobierno en su nueva denominación. El estado de derecho, acuérdate, y que si algo tiene de maravilloso nuestro país es el respeto a las leyes«. Y esta fiebre, esta sudoración. El pescuezo, afiebrado. Clamé al cielo y no me oyó. Tomé el teléfono: ‘Ya véngase, tía Conchis, que estoy muy caliente». Fiebre. Y sí, al rato (¿delirios?) ahí, en la penumbra, ¿quién creen? Sí, la adorable Lichona, batón guinda con vivos fiusha. La infusión bien caliente. Yo, bien caliente. Y que acomodo mi cuerpo a lo sensual, este brazo en el cogote, y majo desnudo, encuerado cacho de zancarrón. «Siéntese aquí, en lo duro».
¡Y que se da el sentón, y tíznale, la Jana Chantal, travestí. Me cubrí. Ella (él) fisgoneándome entre las sábanas: «Ese cohetón, ¿lo tronamos?» Me arropé. «A ver su piquito». ‘Tiquito o cohetón, el mío no». Que abriera el pico, la boca, que la cucharada. «Ay, bigotón, ¿y esas lagrimillas?» Yo pensaba: aún falta la noche de Año Nuevo. (Dios…)