La inseguridad pública que padecemos en esta noble y vial, mis valedores. Fue ayer a media mañana cuando mi vecino el Cosilión puso a prueba nuestra amistad. Ahí, al regresar de la carnicería donde adquirí mis 100 gramos de pellejos para mi perro (perro no tengo, pero sí crisis económica), oí la propuesta de mi vecino, que decía al Síquiri, hijo natural de Chinches Bravas, Veracruz:
– Pero hombre, si sólo se trata de ir aquí nomás a unas cuadras. De veras que yo nunca lo creí tan semillón. Yo a usted lo reputo…
– ¿Reputo? Macho más que usté y a las pruebas. Venga y sopese mi reputación, bien enroscada en su nidal. Macho soy, pero no suicida, y ora que si es usté tan entrón, ¿por qué no se va solo?
– Cálmese, yo lo reputo de hombre valiente, quise decir; de corazón bandolero, y usted me sale con que lo tiene de jericalla, de este tamañito…
Fue entonces: llegaba yo y se quedó viéndome. Sentí que mis pellejos se me arrugaban. Los cien gramos. Pero en fin, y a fin de cuentas, ¿cómo negarle al amigo un favor, así en ello nos vaya la vida? «Aguarde un momento».
Entré al lugar excusado, me encerré y entre la taza y la nica caí de rodillas y abriendo los brazos el cruz, el rostro a la lámpara del techo: «¡Señor, tú que supiste proteger a Daniel en el foso de los leones! ¡Cristo Jesús, tú que en el huerto de los olivos sudaste sangre y temor! Yo ahora voy a salir a la calle. ¡En la ciudad capital, Jesús! Protégeme, te lo dejo de tarea». Me la persigné. Volví a la estancia y tomé mi chaleco de pelos:
– La suerte está echada. Vamos al encuentro de nuestro destino.
Al bajar las escaleras rumbo a la calle, y como resultado de la lectura matinal de los periódicos, que es decir del gigantesco mural de la nota roja, mi mente venía que hagan de cuenta noticiero de López Dóriga: secuestros y violaciones, asaltos y ajustes de cuentas, cadáveres insepultos, cabezas sin cadáver. Me apoyé en el muro y entreabrí la puerta. Pensé en Dios, en la santa muerte, en ti, mi Nallieli, protectora de infelices…
La calle en el D.F., y lo que es el terror: al pisar la banqueta, el Cosilión y yo nos tomamos de la mano, pero el qué dirán: nos las soltamos, y a caminar. Yo, aquella corazonada. Y mis valedores: a enfrentar los peligros de la vía pública ¡caminando! Casi diez cuadras hasta el taller mecánico donde íbamos a recoger el Jetta del Cosilión, que el máistro sólo mes y medio le había fallado (lo había follado) en la entrega del vehículo. A pie, sí, que mi cucaracheta no circuló ayer. Y allá vamos. Obre Dios…
La calle: río de viandantes que vienen y van, con la prisa frenética de quien no tiene a dónde ni sabe cómo ir. Media cuadra y nada había sucedido todavía. Yo, esta mano en la bolsa. Protegerme, sí. No, cuál revólver: un rosario: Bendito. Milagroso. Que era el de uso personal de Juan Pablo II, besando la cruz me lo juró el vendedor cuando me lo vendió en 100 varos. De súbito: ¡tráca-ta-tráca! No lenguaje de claxon de microbús, sino ráfagas de metralleta. Me engarroté. Entre el corredero de transeúntes alcancé a distinguir que las puertas del banco aquel, orgullosamente gachupín, vomitaban una bocanada de uniformados en estampida, y detrás de ellos, fusca al frente, tres asaltabancos comandados por su guía moral, uno de la Federal Preventiva ¡Tráca-ta-tráca! A la vuelta de la esquina se alejó la trifulca El Cosilión:
Lo que es el pánico, bigotón. Quezque aventarse al mero charco de la media calle. A ver, deme la mano para ayudarlo a levantarse. ¿Ve? Ya empezó a estornudar.
Conmigo salió del charco el perraco aquel y se me entreveró a las zancas. Ahí, todavía en el aire los ecos de la balacera, el puesto de diarios clamaba desde sus titulares: «¡Media docena de cabezas! ¡Se buscan los respectivos cadáveres!» Y qué fotos aquellas: a todo color; a toda sangre. Yo, empapada la ropa y la boca seca:
– ¿Y si mejor nos regresamos? Hasta podríamos llevarnos a este pobre perraco, mire. Trae el mal, y el susto de la balacera lo acabó de enfermar.
Pálido, tembloroso, afiebrados los ojos y el rabo entre las piernas, su baba sanguinolienta se me embarraba en la entrepierna Caminamos el trío, pero entonces aquellos con aspecto de bonaerenses (no ches de Buenos Aires, sino unos ches de la Buenos Aires), que desmantelaban un Gran Marquís, al forzarle la cajuela que hagan de cuenta doncellita en microbús:
– Chale, trai premio: carnes frías… Tres cadáveres encajuelados. Uno, de mujer. Los ches se abalanzaron sobre las ropas de los difuntos, y tras del urgido bolseo:
Ya qué pancho, digo. Los de la Judicial se nos adelantaron…
Vi que engancharon… (Eso, la próxima)