A la rorro, niño…

Aquí va un cuento de origen alemán, mis valedores, para aquellos de ustedes que no han perdido la esencia infantil. A flor de letra su moraleja, el relato pudiese ayudar a pensar a tantos con espíritu de niños que, como el adolescente de El tambor de hojalata, se niegan a ser adultos, a madurar. En primera persona, el protagonista:

Las naves espaciales, brillo de plata, dejaban tras de sí temblorosas estelas estallantes de luz. Desde nuestras chozas, en el aparato de TV la mirábamos hundirse en el firmamento para llevar nuestra luz humana a los últimos límites del firmamento. Era nuestro mensaje, porque nosotros costeábamos la investigación espacial. Sabíamos, acuclillados frente a la abollada cacerola en que hervían las hebrillas de carne, que la nave enviada al espacio era nuestra nave, que los científicos eran nuestros científicos, nuestros los astronautas y nuestros el proyecto estrellero. Eramos los pioneros de la era espacial. ?ramos

De noche, insomnes en el jergón de paja, creíamos escuchar un lejano zumbido de reactores que rasgaban la inmensidad. Entonces, más allá de la anemia, nuestra presión sanguínea aumentaba Los astronautas (nuestros astronautas, en los que habíamos delegado todo nuestro orgullo de héroes hazañosos) burilaban en el espacio el verso perfecto del himno al progreso. Nosotros, felices…

En ocasiones, al hurgar en los montones de desperdicios algo qué llevar a la choza, nos topábamos con aquel diario que anunciaba el lanzamiento de nuevas naves espaciales. Sus tripulantes, entonces, se convertían en ángeles de paz, de sabiduría, de riqueza futura para todos nosotros. Tomados de la mano de nuestras mujeres, apretando esos huesecillos náufragos de carne y rodeados del alegre enjambre de nuestros niños, sus moscas, enfermedades endémicas y avitaminosis, sentíamos la garganta anudada de emoción: nuestros representantes proseguían, allá arriba, la carrera espacial de todos nosotros, los de acá abajo. Nuestro amor, devoción y recursos económicos los acompañaban. Eramos los arquitectos del universo, los super-hombres. ?ramos

Día con día, al masticar las hilachas de carne, levantábamos la cabeza para observar a las raudas estrellas humanas que se alzaban rumbo a la eternidad, y aquel nudo en la garganta. Al tomar a nuestras mujeres nos nacía un veneno de placer en el vientre, como si estuviésemos copulando en representación de los ángeles (nuestros ángeles) que domeñaban los astros. Al sentir nuestro renaciente vigor quedamente sollozaban nuestras mujeres, ellas también resignadas a recibir un hijo más en sus destartaladas entrañas, en su mente gozando con el vigor de los navegantes, que lograban el prodigio de llevárselas consigo más allá del sol y del terror, de Júpiter y de las penas, de Plutón y del hambre. Cuánta felicidad…

¡Ah, pero qué de alaridos cuando la nave espacial se desplomó en una explanada que se abre más allá de nuestras malolientes cabañas! La sorda explosión hizo llorar a los niños y desgajarse por dentro a millones de ilusos mendigos de la hazaña ajena que delegamos en esos que tripularon la nave espacial denominada México. La decepción nos forzó a soltar unas lágrimas acres y melancólicas. En cinco años, como al final de cada sexenio, nuestro grandiosa esperanza se redujo a un gusano retorcido y disforme que ventoseaba un humo pestilente. Y no más…

Honda fue nuestra pena y amargo el llanto por las promesas incumplidas de quienes no estuvieron a la altura de los que delegamos en ellos y que nos hicieron volver a la realidad de la choza, el hambre, la necesidad, la desesperanza. En silencio nos fuimos acercando a los restos ennegrecidos y renegamos ante ellos. De nuestra esperanza colectiva sólo quedaban un renegrido agujero y una ceniza que el viento dispersó en las chozas. Nosotros, los que financiamos la carrera espacial…

Hemos vuelto a la vida de siempre: buscar desperdicios, robar a transeúntes, fornicar toscamente, drogarnos (droga barata). Los astronautas nos defraudaron. Todos. Del «Nopalito» Ortiz Rubio al «Nopalito» Fox Eso es todo. Hoy, al sorprender a nuestros chamacos mirando al cielo los golpeamos rudamente. Sin embargo, yo insomne a deshoras de la noche, suelo preguntarme: ¿quién será más niño, ellos o nosotros, con nuestra compulsión por delegar en un padre que siempre nos ha de defraudar? Ah, la terca, irracional esperanza: ¿Calderón, tal vez? ¿El Peje, posiblemente? ¿Quién será el próximo tripulante de nuestra esperanza, ese en quien todos nosotros, niños irremediables, vayamos a delegar? Delegar en alguno. Delegar siempre Nunca asumir. (Lástima.)

2 opiniones en “A la rorro, niño…”

  1. si valedor, una historia sin fin, ¿tendremos la resisitencia pasiva para otro sexenio de maravillas?

  2. Lo más triste maestro, es que, así pasen mil años, siempre va ha suceder lo mismo porque no existe memoria histórica y a diferencia de siglos pasados donde si podía existir conciencia e ideales, en el presente siglo estos son implantados por los poderes fácticos y no solo eso, también estos poderes les indican como deben de pensar. Es una tristeza escuchar a familiares y amigos repetir las mismas palabras que les dicta la televisión llámese como se llame el ??periodista?.

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