Soy un adúltero

Ya estoy repuesto, ya volví a mi color, y según elimino la bilis desparramada, el descontrol del bajo vientre va dando paso al funcionamiento normal. Qué no harán, contra el susto, los bebedizos de la Tía Conchis. «No se moleste en traérmelos», le dije a la sesentona al siguiente día del sofoco. «¿Por qué no niegue a la Lichona que me los traiga a la cama?’

Y sí, de noche a noche, desde la del martes pasado llega hasta mi camastro dentro de un camisoncito negro, de encaje, traslúcido, que le llega arriba del medio muslo. (No, no La Lichona, sino la Jana Chantal, travestí, o sea el Tano de día, vulcanizador de repelos de llantas que en plena cara nos arroja Texas.) Y qué hacer, sino tomarlo de sus manos bien calientito (cuachalalá con ipecacuana y cedrón). Y que si no me apetece algo más, y que si no prefiero que me vele (que me vuele) el sueño, y que.. Pero voy al principio.

Aquella negra noche de mi mal el marido me fue a sorprender de rodillas ante La Lichona, ella y yo chiquiteándonos una bien caliente (una infusión). Mis valedores: ¿cómo, por qué fue que se me ocurrió llevar aquel libro de poemas a La Lichona, la esposa del Cosilión? ¿Por qué la frutal sota moza me recibió en su recámara y con ropita de noche? La plática y la lectura de dos, tres poemas, ¿por qué se prolongó hasta después de las diez p.m.? Al Colisión, ¿por qué no lo vi llegar, que me percaté de su presencia cuando ya lo tenía a tres pasos de donde yo, arrodillado y a lo aspaventero, recitaba a la vecina Los amorosos, del poeta Sabines..?

De repente trágame, tierra: ahí, imponente, arma descomunal y cara de energúmeno, el marido de La Lichona, en persona. Yo, en medio del pavor, aquella renegrida reflexión: voy a morir por un mal entendido, y no de un balazo, no de una puñalada, como mandan los cánones para el buen adúltero. Yo no: abandonar la vida de un santo marrazo, Cristo Jesús-Quise alzarme, correr, tartamudear una excusa, pero como ocurre en mis pesadillas, el cuerpo no me respondió. Yo ahí, engarrotado, nomás pelándolos (mis dos ojos). Y fue La Lichona, que adivinando la intención del enfebrecido, entró al quite: «¡Serénate, piénsalo dos veces antes de descargar ese marro!»

(Yo, de responso, tendría el rumor que vomitaba el cinescopio, luego de que había ventoseado su heces fecales acostumbradas: que si Niurka, que si el clásico pasecito a la red, que el reguero de cadáveres, que tome, chupe, fúmesela, úntesela, introdúzcasela. Con descuento. Lo usual. Transmitía ahora un programa de cómicos del que no hacíamos el menor caso. Ellos hable y hable, y yo recitando mis odas, cuando, de repente, no odas: ¡el marido, y rabioso, Dios!

Pero bien lo aconseja el Kama Sutra «No hagas cosas malas que parezcan peores». Ahí, mero enfrente, con sus tres metros de estatura (contando el marro, que había alzado a dos manos), el rostro rabioso del marido ofendido. La Lichona: «¡Suelta ese marro, Colisión!».

El otro, en rabioso silencio, avanzó dos pasos. Yo, el cosquillear en la nuca, el espinazo, el cóccix. Ella: «Con silenciarlo se acaba tu problema».

¿Pero silenciarme por qué, trataba de gritar; yo qué hice? Mi gañote, tapiado. El Cosilión, marro en alto. Me aniquilé en el sillón. «Si tanta es tu rabia, desquítala en el horcón aquel, en la azotehuela». Dócil, allá va el marro. Paso a pasito. Y sí, contra el madero alzó el marro y rájale, entre rajuelas de altisonancias comenzó a hacer rajuelas de pinabete y a arrancar quejidos de resina al ocote. ¡Zas, zas, zas!, retumbaba el edificio. Y fue entonces…

Jadeos y sudores, el Cosilión soltó el arma, se recargó en la pared, fuese deslizando hasta que sus dos carnosidades mayores se posaron en el suelo. Lo vi deshacerse en aquellos apretados sollozos. Acariciándole la greña, la sota moza- «Pobrecito mío. Fue en el bar, ¿no es cierto? Ahí comenzó tu broncón, ¿verdad, amorato? Pobrín…»

De qué canacos estaban hablando. ¿No era sospecha de adulterio y una deuda de «honor»? ¿Qué estaba ocurriendo? Porque de repente vi cómo La Lichona entró a la habitación, pepenó el cable que conectaba la tele a la corriente eléctrica, y a dos manos tíznale, que de un violento tirón desenchufa el aparato parlante donde los cómicos se tornaron lodo biológico y regresaron a la oscuridad de donde nunca debieron haber salido. Se sentó en el taburete.¡Pobrín de mi gordo, pero es que salen tan caros los de 40 pulgadas, ¿no?»

– Cuáles cuarenta, tampoco exagere.Yo ya no entiendo nada..!

– Salir huyendo del bar porque se hartó de las inmundicias que estaban soltando los del debate, y llegar a su casa y volver a toparse con los bergantes. Mi viejo tuvo razón al querer desquitarse masacrando a marrazos la tele, ¿pero sabe cuánto costó, al chas-chas y en moneda nacional, o sea dólares?

Conque eso era (¡Uff.)

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