Los gatos del vecindario, que han convertido la azotea de mi habitación en lisa nocturnal de terrorismo, guerrilla, idilios, retozos, batallas de amor y batallas de muerte, con trepidantes orgÃas de sexo que se desfogan a bufidos, gemidos, pujidos, maullidos, mordiscos, rasguños y altisonancias en su idioma felino. Estremecedor, por humano. Yo, en el camastro, bilis desparramada y ardorosos los ojos. Asà hasta el amanecer…
Al primero que apareció en la azotea, renegrido gatazo de pupilas fosforescentes, el Ariel y su padre (de Ariel, no de ustedes), lo desterramos. Y es que cada mañana qué naufragio de cocina: la alacena saqueada, hociqueados los guisos en ollas, cazuelas y cacerolas, y el territorio marcado a chisguetes de orina como lo marcan los cánones. En el pretil de la barda el depredador, ya en retirada estratégica. Lo miraba, me miraba, lo espantaba, me mostraba el trasero, y meneándolo se alejaba sin prisa. Yo, trémulo: «Hacer algo, y pronto, mi hijo. Llamar a los judiciales».
– Cómo crees. Cuánta orina puede almacenar la vejiga de un gato que ni es dipsómano ni cervecero. ¿Te imaginas al judicial, que en competencia con el felino delimite a chorros su territorio? No, tengo que atrapar al negro ese.
Lo atrapó. Mucha paciencia, pero lo capturó, enjauló, trepó al BMW (al volks. cremita, más bien), y hasta los muladares de TV Azteca, aquà cerca. Final feliz. Para festejar mi noche de paz, noche de amor -solitario-, me embroqué mi camisón color plumbago, corazones magenta y cocolitos fosforescentes y… no acababa de acomodarme en el catre cuando friégale, aquel maullido, tesitura de tenor (el prieto es bajo profundo). El nuevo faraón de la azotea convocaba a su corte de hampones, y al rato el hirviente caldero de mara salvatruchas en pleno hervor. Yo, helado: «¡Arieeel…!»
Qué noches. Todo era -es- depositar mi venérea cabeza en la almohada y ya andaba -ando- vagando por los hechizadas regiones donde los sueños florecen de genios propicios, hadas madrinas y encantadas princesas. Yo, encantado. (Tu ahÃ, entre todas única) Ah, mágico mundo. Y entonces: ¡tÃznale! Trompeta del juicio final, el pregón del canelo me los pone de punta, y ya cuál felicidad, cuál hada Pura madrina «Arieeel…!»
Subimos a la azotea y en el pretil de la barda el animalazo que ante la runfla de malvivientes mirábame, y con los ojos me retaba «¿Qué? ¿Soy o me parezco? Me ves y sufres, güey». «Más vas a sufrir tú cuando te mande al exilio, felón». Allá lo mandamos y, noches después a sus sucesores. Esfuerzo inútil. «No entiendo. Uno, anulamos, pero otro ocupa su lugar. No entiendo».
– Porque no aplicas la teorÃa polÃtica (Lámpara en mano, a la azotea). Mira el gatazo que se asoma al pretil. Cara de rapaz, de ladrón de jocoque y de alacenas mal cerradas. ¿No lo reconoces?
– No, pero con qué ganas le acomodarÃa un buen madrazo.
– Madrazo, sÃ, lo reconociste. Y el güero dientón que no te despega la vista ¿Sabes qué te está diciendo? «¡Cállate, chachalaca!». ¿Lo identificas? Y el de los maullidos rispidos, ofensivos, fofo jetón, cara de tortuga guajolotera, bolillo relleno de tamal, mediocre irredento. Si, Fecal. Y esa gata..
– La reconozco. Graciosona, coqueta de lindo mirar. Patricia Mercado.
– No la confundas, ella es honrada Esa es la que nos viene robando la mantequilla de la despensa Ã?yele el maullido ridÃculo: «Vamoz, México». Los demás son todos los demás: los Bribiesca Sahagún, los Aldana y Romero Deschamps, los Salinas y Hank, la ralea de Montieles, el Gato MarÃn (no el portero, el «gober»). Con tales maullidos de los politiqueros, ¿cuándo calculas que podrÃas dormir en paz? Bajemos, no aguanto el hedor de sus meados.
Me tendà en el catre, intenté dormir. Insomnio. Y qué hacer. ¿Qué hacer? ¡Eureka! La solución. Otro dÃa, el veterinario me vendió, carÃsimo, un gatazo con facha de mascafierros, 1.90 de alzada, botas vaqueras, bigotazos de toreo pulquero. Y ándenle, que esa noche, con un amago de remordimiento por la suerte que correrÃan los bergantes, a la azotea Abro la jaula sale el barcino, bufa, se esponja frente a la mafia, y el corredero. «Dios los haya perdonado», me santigüé imaginando lo que les iba a ocurrir. Y a dormir en paz. ¿Dormir? Cómo, si en la azotea, escándalo escalofriante, el vengador hacia trizas de mafiosos. Terminado el escarmiento, quejidos, pujidos y chillidos nos hicieron trepar y… «¡Rápido, mi hijo, llama al veterinario!»
El se hizo cargo de mi vengador, herido de aquÃ, rasguñado de allá, vaciado, de su entrepierna «Tiembla mucho, doctor». «Hasta usted temblarÃa ¿Ve acá? Sangre y heces. Cuántos serÃan los violadores». Algunas, por suerte, eran hembras, que nomás lo mearon, mordieron, escupieron, y entibiaron para la masiva violación. Quezque vengador. Y tan gallito que parecÃa Pero nomás con Chávez, al parecer. (Lástima)