En el filo de una daga – se anda paseando la muerte. – Anda y dile a tu marido – que a la noche vengo a verte…
Así, a lo fachendoso, el bravucón alardea de sus amores de trasputín, los únicos que conoce; los únicos que, a fin de cuentas, merece. Mis valedores: ¿saben ustedes de esos encuentros clandestinos, los de pisa y corre, de pica y huye, de rebotica y trastienda? Yo, perdón por lo descarado, tuve uno de tales amoríos subrepticios, y estoy por decir que lo tengo todavía, cínico que no fuera, qué caradura. Pero es que ah, mi apetecible mancornadorcilla. Aunque sí, por supuesto, la violencia no iba a tardar…
Casi delante de su marido, gigantón de 1.90, yo con el alma (con la libido) en un hilo, en las deleitosas fatigas aun tengo el pánico suficiente (flaqueza de ánimo) para encomendarme a la Purísima, qué herejía Ella (no La Purísima, sino mi amor de traspatio): «Calma, amor mío, que Valente y el Nachín tienen para rato en el parque. ¿No te peso demasiado?» Qué me va a pesar. Ella, mi liviana mancornadora…
Son tres: la sota moza, que se casó enamorada del que ahora desprecia; el tal, y Nachín, malcriado de 8 años cumplidos. Ella ayer, cubierta con el fondo de seda, y no más, se alzó de la cama, y del buró fue a sacar aquel álbum de fotos familiares. Y ándenle, al ejercicio de la nostalgia; al melancólico rescate (rescate imposible) del tiempo perdido:
– Aquí, mira: el día que Valente y yo nos casamos. Fue un domingo, me acuerdo, en la capilla de Dulces Nombres. Mi viejo estaba bien guapetón, ¿no te parece? Y acá, ¿ves? El que fue nuestro primer hogar. Aquí conocí la luna de miel. Fui muy feliz al principio, soñando en ese hijo que ese estéril no fue capaz de darme. Veo cada foto y qué tiempos, qué joven fui una vez…
Y el suspiro. Su refajo se le infla a la altura del pecho. Sigue el recuento de fotos, que es decir de memorias, añoranzas, tristuras. «Aquí, yo en el bautizo del Nachín, sobrinillo de mi viejo. Los dos son huérfanos». Nostalgia. Mi ánimo abatido: por qué con ella llegué a destiempo, y qué mortecina verdad la de la trova calentana Dos palomitas azules – paradas en un romero – la más chiquita decía – no hay amor como el primero. Y yo, con ella el segundón; yo, perito en encuentros y desencuentros…
Cerró el álbum, abrió la libido y se abalanzó, desbozalada «Amor, mi amor, qué feliz», con aquel aire de tristura y un climax que se resuelve en lágrimas. «Si un hijo pudiese tener…» Encendió un cigarro (nadie es perfecto). «A mi marido lo compadezco. Lástima que a él le falte lo que a ti te sobra…»
Carácter, dice ella (Se ha quedado silenciosa, mirando al techo. Yo, aquella corazonada) Vuelve el rostro y sonríe: «Gracias, amor», y torna a ausentarse, a errar sola y su alma, olvidada del pegote que se le ahija al cuadril. Pero ándenle, que de repente, en el pasillo, la escandalera gritos, regaños, rezongos. Yo me alzo, compongo resuello y trapos para enseguida hipocritón de miércoles, con mi amante caminar hasta el saloncito y ambos enzarzarnos en una charla intrascendente: que si Atenco, que si vacío de poder, que si exceso de fuerza del débil, del falto de autoridad. En el pasillo la escandalera, con los chillidos de un chamaco en pleno berrinche:
«¡Regrésame mi juguete!» Y un hombrón que regaña, amaga amenaza «¡Cállate ya, Nachín! ¡No es un juguete, es un bibelot! Si me colmas la paciencia., tú ya me conoces!»
Tanto lo conoce que ya le tomó la medida, y ahora el Nachín tirase al piso, patalea muerde la mano del gigantón, que suelta el chillido, la imprecación: «¡Pero qué falta de respeto! ¡Vas a ganarte una paliza! ¡Lo digo en serio!»
Se lo dice a la pared. Entrando al saloncillo, Nachín logra quitarle a Valente el cupido: «¡Te lo advierto! ¡Es la última que te aguanto, Nachín!»
El cual patalea la tele, desflora el florero y a berridos cimbra la casa ¿Valente, entretanto? Destino de seres débiles: Valente arruga la frente, tuerce los belfos, puja, resopla, qué mas. La sota moza a mi oído: «Con su carácter de jericalla inspira rabia al chamaco, pero no respeto. Cuando se atreve a cumplir sus amenazas sólo agrava el problema».
Enérgica voz y gesto de exasperación en el rostro: «¡Ya niño, no abuses!» Y que Nachín arroja al suelo el cupido, y el cupido vuela en pedazos. Y ándenle, la reacción de los débiles: vi que el hombre se va sobre el granujilla, y con todas sus fuerzas de gigantón lo derriba en el suelo, y se arroja sobre el indefenso y lo patea ya derribado, y con los restos del cupido le golpea el rostro, lo sangra, desgárralo. Yo, antes de escurrirme rumbo a la calle, alcancé a mirar al Nachín, redrojillo descoyuntado. Helo ahí, derribado en el suelo, sangrante, descoyuntado. La reacción de los débiles, de los faltos de autoridad. (Atenco.)