(Pienso, al redactarlo, en un setentón don José Espinosa, que, viudo y agobiado por la tristeza y la soledad, acaba de quitarse la vida.)
Canto aquí la trova del parque público, mis valedores. Con tonada de organillo entono el elogio de ese cuadro de verdes cenicientos que, ayuno de agua, abono y los más mínimos cuidados, a lo heroico florece en la viva entraña del arrabal y acoge, benemérito de la misericordia, a todos quienes hasta allí vamos a recalar por los motivos más contrapunteados: al solitario que vaga, vago el aspecto y la mirada vagorosa, lo mismo que al payo recién desgajado de su tierra ausente que se cimbra a golpes de nostalgia y al jubilado del vivir que, mentón apalancado en el bordón, mira pasar la vida mientras algo muy escondido le rebulle en amagos de nostalgia. (Esa pelota llegó rodando hasta el arbolillo, y tras de la pelota el niño, y la madre detrás, que tal es el destino de pelotas y madres: rodar delante o detrás de un niño…)
He pasado por la senda – y en un banco he visto a un viejo – dejándose acariciar -por el sol tibio y enfermo – Y me he internado en el triste – jardín.
El cuadro de verdes acoge lo mismo al que busca el vigor y el oxígeno que a ése que, atejonado detrás de un arbusto, se intoxica sañudamente al aspirar el cemento con que construye sus castillos en el aire, donde se construyen los castillos más sólidos. Más allá, esos empleadillos de salario mínimo a los que, media hora en el reloj checador, congrega la sacrosanta torta del medio día, de la media tarde. (No lejos los observa, aire de derrota, ese desempleado que va a matar el tiempo que lo mata a él.)
El parque acoge también, generosa guarida, al raterillo en fuga o al que se apresta a asaltar, o al ratero uniformado y poquitero que se agazapa tras el aroma de los billetes de baja denominación no lejos de los bien acompañados, bien hayan en ella y él que, machihembrados boca a boca, piel a piel y carne encabritada, rebrincan en acezantes, incesantes espasmos.
Pinta el crepúsculo mujeres por el cielo – ¡Y duele el corazón, como en el desengaño -inmenso y sin consuelo – de un amor otoñal jamás existido…!
Tal es el parquecillo de aquí a la vuelta, mis valedores, donde me refugié ayer tarde, ya al pardear, a rumiar abandonos, tristuras y suspirillos. Alma mía de mi ausente, y ojos que te vieron ir. Luego de amansar el ánimo me sequé los lloraderas de humedad, compuse una figura apachurrada y maltrecha, y a la espera de las sombras para tornar a mi depto. de abandonado me puse a observar el espíritu de aquel almácigo de ánimas en pena(s): «Los parques solitarios en que se pasean las desgracias – con la cabeza baja – y los sueños se sientan a descansar – mientras la sirena de la ambulancia da la hora – de entrar a la fábrica de la muerte…»
Yo, el ánimo contristado y una melancolía que se me ha aquerenciado, «lloro porque a mí me dejas – herido del corazón». Y qué hacer. Pero ánimo, arriba corazones; disimula, que esa señora (lentes oscuros el acompañante) te observa de ganchete. ¿Pero no es, acaso, la vecina, esposa de..? Sí es, que en el parque da sus primeros pasos en las artes del adulterio,
malos pasos deleitosos. Y la vecina me ha visto, y se asustó de que yo la viera, y se escurre con el de anteojos oscuros por el oscuro sendero y se esconde tras del macizo de arbustos donde ya empezó a oscurecer. Y válgame, que fue entonces. Ahí, asordinadas, esas voces que no me son del todo desconocidas. A ver, a oír…
¡Pero si es nada menos que La Macarena, trabajadora doméstica del edificio de Cádiz! ¡Y el galán es el Síquiri, que me la tiene en tres y dos e intenta tenerla en cuatro! Ya consiguió tenderla en la lona -en el pasto- y la tiene inmovilizada, que sólo faltan las tres palmadas del réfere. Cuatro manos, en estampida, ya se trepan, ya se bajan, ya se meten, ya se salen mientras el Síquiri, la lengua más rápida del oeste, ya le trova, ya le jura, le recita, le promete que ándale, para darte tres regalos, son el cielo, la luna y el mar…
¡Peligro! Ante la erguida trompeta del Josue jarocho las murallas de Jericó están a punto de venirse abajo. Y que mire, que yo soy cumplidorcito, y que usté sea buenita, que yo le pienso cumplir. Y las murallas cuarteándose. Pero no, que de súbito la muralla se da el levantón, y el bajón la trompeta:
– Y tú que dijistes, esta mensa ya cayó, y esta torta me la ceno. ¿Ah, sí? Pos fíjate que ni madres. ¿O te figuras que soy como toda la mexicanada, y que tú me llegas con la lengua por delante y me sueltas tu rollo, y órale? ¿Y ya que te echaste mi torta qué? ¿Puros tacos de lengua? ¿A lengua y saliva vas a cumplirme, estilo Fox? ¿Crees que ya me la creí, y que contigo mañana va a ser mejor que ayer? ¡Toma tu torta, güey! ¿Piensas que te las vas a echar a puras promesas como las del Peje y FeCal? ¿A Madrazos? ¡Sácate al..!
– ¡Bien, Macarena!, grité. ¡A la… verno los lenguaraces estilo Fox! (Ay, perdón…)
Las penas del arrabal, esas que musitan los más pobres entre los pobres, los pobres de espíritu; almas que están deseosas de creer y que se las darán al peje, FeCal o al moretonazo (madrazo pintado), su confianza y voluntad, con tal de no crecer.