Les hablé ayer, mis valedores, de las fotos a las que los diarios acaban de dar la primera plana. En ellas se advierte el tamaño del dolor, la indignación y la rabia empozada en los deudos de esos 65 mineros que tomaron de camposanto una de las minas de Germán Larrea (ese al que a estas horas y mientras «el asunto se enfría», las autoridades mantienen en un discreto segundo lugar. Es México). Pero «nada hay nuevo debajo del sol», jura el Cohelet en El Eclesiastés, y el lugar común: «la Historia, cansada de crear, se repite». Por ilustrar estos dichos ayer transcribí una noticia que hoy repito para compartir con ustedes mi asombro: ¿no es verdad que refleja lo que ocurre hoy día, cuando la agresión de la patronal y la Secretaría del Trabajo, su cómplice, ocurrió en 1950, contra los mineros de Nueva Rosita? La referencia:
Después de haber intervenido sin recato en la vida interna de la organización, de haber dividido al sindicato e impuesto con apoyo de la fuerza pública un comité espurio, la Secretaría del Trabajo, cínica, declaró: «Siendo el gobierno muy respetuoso de la ley, no podemos intervenir en el conflicto».
Esto mismo, tal cual, pero a 56 años de distancia, ¿no acaba de ocurrir entre los líderes mineros y el titular del Trabajo? Sigo aquí, por que no muera del todo la memoria histórica, con el relato de la epopeya de Nueva Rosita, que se inició con el estallido de la huelga un 16 de octubre de 1950, y lógico:
Se suspendieron las garantías individuales. Las patrullas federales, armadas con ametralladoras, recorrían día y noche las calles de la ciudad. Los grupos de más de tres personas eran disueltos a culatazos. «Este es un régimen de derecho». Impotencia y odio contra líderes traidores y autoridades atrabiliarias. La comunidad estaba con los mineros: «Si los abandonamos, nos habremos traicionado a nosotros mismos»:
Se organizaron colectas para auxiliarlos, colectas que no rebasaban el plano de lo simbólico. La comisionada para llevar lo recaudado hasta los huelguistas de Nueva Rosita fue Esperanza López Mateos, pero esto resultó «sospechoso» para la cúpula militar, aliada de la transnacional yanki. Un general Pliego Garduño mandó llamar a Esperanza, y ella:
– No sabía que la línea divisoria de mi país se hubiese corrido tanto hacia el sur, y que yo estuviera pisando suelo extranjero…
Tiempo después, en alto la enseña patria, las mujeres de los mineros se enfrentaron a las bayonetas. Una Blanca de los Santos logró penetrar en el despacho del general Pliego Garduño. La relación de los sufrimientos de los huelguistas «arrancó» lágrimas al militar, que se disculpaba: Yo sólo obedezco órdenes». «Desde entonces les perdimos el miedo a los uniformes. Comprendimos que, en el fondo, ellos son tan humanos como nosotras».
Pero en las minas la producción era insuficiente. La empresa comenzaba a resentir las pérdidas. Entonces decidió «comprar» mineros, y así surgió un negocio de mucho jugo: la empresa pagó fuertes sumas a los comisionados que lograban convencer a un minero de que debía volver al trabajo. Hubo huelguistas con poca conciencia de clase. Muchas familias expulsaron del hogar a los esquiroles y hubo disolución de numerosos matrimonios.
Pasó el tiempo. La ayuda solidaria era insuficiente Niños y mujeres se iban al rastro de la ciudad a recoger del suelo tripas y sangre de los animales sacrificados. Esa bazofia, hervida, era su único alimento mañana, tarde y noche. Y mis valedores: fue entonces. Un 20 de enero de 1951, precisamente…
En vista de que el tiempo pasaba, con el conflicto en un ser, los mineros decidieron emprender una marcha de protesta desde Nueva Rosita, Coahuila, hasta la Ciudad de México. A pie. Casi cinco mil huelguistas, sus mujeres, sus criaturas, todos. Fue aquella una marcha que, en proporción, me recuerda la Larga Marcha del pueblo chino para liberar su país de manos de yankis y sus colaboracionistas nativos. Aquí, algunos incidentes que consignan las crónicas:
Al enterarse de la «Marcha del Hambre» un Francisco Solís, del Comité de Huelga, que se encontraba en el DF, corrió al encuentro de la caravana, tratando de detenerla. Ahí se adelantó Consuelo Bonales, su compañera:
– Pancho, ¿vienes a dirigir la caravana o a regresarla? Si es esto último, aquí nos separamos. La caravana no se detiene, y yo me voy con ella.
Solís tuvo que tomar su puesto a la cabeza del contingente…
Ahí se manifestaron los medios de condicionamiento de masas: «¡Esos son un grupito de agitadores!» «Son agraristas y campesinos pagados». «Vienen cometiendo toda clase de tropelías, robando gallinas, escandalizando». «Los líderes viajan en autos lujosos, los mineros a pie». «Un grupo de pistoleros mantiene a la caravana por el terror. «La caravana ya se desintegró». Pero la caravana «desintegrada» avanzaba rumbo a la ciudad capital. Era la «Caravana del Hambre». (Sigo mañana.)