Lo ingenuo que era yo por aquel entonces. Miren que escandalizarme de la corrupción que permeaba el aparato de gobierno del país allá por los sexenios de Zedillo y el «compatriota». Yo escandalizarme hasta el grado de tramar una fabulilla que es hoy, hoy, hoy, en el gobierno del «cambio» cuando adquiere su peso exacto y su real dimensión. Y si no, júzguenla ustedes. Decía:
Pero qué virus me habré tragado y por dónde, que ayer, a la media tarde, así me cimbraron aquellas visiones de una mente desbozalada. La crónica:
Barrio de Mixcoac, mi barrio. Tranquilo mi ánimo y el vespertino acunado en el nidal del sobaco caminaba yo rumbo a mi depto. de Cádiz. Los pulmones se me hinchaban con el aire de la ciudad, esta mi amadísima que venía contemplando al andar, y percibiendo su pulso, su señorío, su calma, su paz, su quietud. Apenas allá, en Insurgentes, un discreto embotellamiento de siete cuadras, y acá un borbollón renegrido en los chacuacos de la fábrica transnacional de asbestos cancerígenos y plásticos no biodegradables, y en la esquina de mi barrio los restos mortales de tres narcos que cayeron en el ajuste de cuentas del día, y más allá el ulular de patrullas y ambulancias, y en el límpido firmamento ese que se nos ha tornado ángel guardián; el helicóptero policíaco, pajareando los pasos de todos los paisas, sospechosos de culpabilidad mientras no demuestren ser inocentes. Mi ciudad. Me detuve a observar el contingente de motos que en sus motos se dirigían a Insurgentes. De súbito el de casco y forifai, que me la interpela:
«¡Ese del chalequito de pelos, qué hingaus fisgonea pa’ acá, circule!»
Y con cuernos me apuntaba, cuernos de chivo. Yo, el terror, el pánico, las ganitas de desaguar por todos los orificios. Por disimular el calambre en el bajo vientre, entre duodeno e intercostales, hice como que no escuchaba al moto de la moto y traté de disimular el miedo chiflando; pero yo, cómo chiflar, nada chiflo, que nomás la riego, o sea la saliva. Buscando el auxilio del Señor de los cielos (no el que murió, sino el que todavía vive, espero) alcé los ojos, y el del helicóptero policíaco que se nos ha tornado ángel guardián:
«¡Ese con facha de neo-comunistoide, qué nos ve! ¡Indentifíquese!»
Santo Dios. Por disimular desplegué el vespertino en la sección de nota roja, una sección que abarca de la primera plana a la final, pasando por la sección del clásico pasecito a la red, la del santoral y el horóscopo, el obituario y la página cuic, la de los corazones solitarios -mi preferida-, la de las puterías de las estrellitas de gran canal en el Gran Canal de las estrellas, clon del gran canal del desagüe. Y qué de fotos, qué de tetas, qué de pubis, qué de cóccix, qué de nalgas, qué de válgame. Yo, deletreando la noticia, de ganchete observaba la calle, sin apenas imaginar que media cuadra más adelante, ¿qué creen? ¡El delirio! Porque ocurrió que iba yo examinando el periódico, que es decir la nota roja, que es decir las fotos de Madrazo, de Vicente Fox, de Montiel, de los hijos de Montiel, de los hijos de toda la… señora, de Guillermo, el hermano de la señora, y del resto de su parentela. Ante las fotos de los sinvergüenzas mal contenía el vómito. De ganchete, por aquello de las moscas, observaba Afis y Zetas que pasaban por la calle, y fueron ellas, las moscas, y con ellas el delirio. Y yo, que no creo en fenómenos paranormales…
Las moscas. ¿De dónde salieron? ¿De dónde se me vinieron encima? ¿Del muladar de la calle? ¿De las bolsas de basura apiladas en las esquinas? ¿Del agua estancada en el charco aquel, que al paso del tiempo se tornó verdosa y malparió ajolotes oscuros y verdes moscones que vuelan en derredor con ese zumbido lóbrego? Ah, pestilentes miasmas que genera ese charco cuyas larvas habitan, cohabitan en latas vacías de cerveza, en ese tenis roto, ese pomo, ese corcho flotando entre lama, esa almohadilla jaspeada de algo cafioscuro, esa popocina, esos… (Y lo que es la inocencia infantil, lo que es el milagro de una imaginación todavía muchacha, todavía no muy echada a perder por la programación del Gran Canal y TV Azteca: el chavito aquel, semiencuerado por la deuda externa y el Fobaproa zedillista, echaba a navegar, en las aguas corrompidas, su barquito de papel, ágil velero que viento en popa a toda vela surca los lomos del glauco mar. Boga, boga, marinero; boga, boga, bogavante. La imaginación todavía flamante, recién estrenada apenas. A penas…)
De súbito, en el eje vial, los motos acelerando sus motos, y las patrullas, las ambulancias, los altoparlantes: «¡Abran cancha! ¿Qué no oyen? ¡Rápido…!»
Yo, disimulando el temor, abrí el vespertino de par en par, y claro, por supuesto, cómo pudiera ser de otro modo: ahí, a toda página, la diabólica trinidad: Montiel, Bribiesca, Marín. Y en el reportaje: «¿Hablaste con Conrado o no? ¿Con el puto ese? Hijo de su reputa madre. Esos periodistas, pinches hijos de su chingada madre». En el arroyo vehicular, patrullas. (Sigo el lunes.)