Destino de pueblos débiles

Los pueblos que olvidan su historia están condenados a vivir una perpetua infancia…

Por ello mismo, mis valedores, no olvidar que fue un día como el de mañana, 22 de febrero, cuando Francisco I. Madero y José Ma Pino Suárez cayeron abatidos por las balas que mandó disparar un tal Cárdenas, mandado por un tal Victoriano Huerta, al que ordenó el genocidio un tal Henry Lane Wilson, embajador de Estados Unidos en nuestro país. Lóbrego.

Porque tal es el destino de los pueblos débiles, los de gobiernos cómplices o entreguistas que en los más renegridos episodios de la historia nacional y sus más grandes desgracias aparezca el representante de Washington, de Joel Poinsett, determinante factor en la pérdida del 55 por ciento de territorio nacional, a «Tony» Garza, que cuando la intervención armada de Bush contra Iraq, así amenazaba:

El gobierno de Fox podría pagar un alto costo político en las relaciones bilaterales si en el debate sobre Iraq vota contra los deseos de la Casa Blanca.

Todo esto en el México del Hotel María Isabel Sheraton y el acatamiento a leyes extraterritoriales de Washington para expulsar a los 16 cubanos que se entrevistaban con industriales de Estados Unidos. La historia, mis valedores, no es eso que enseñan los libros de historia La historia es una gigantesca zopilotera y un gran hedor. Díganlo, si no, las relaciones de México con sus vecinos distantes. México, que a lo largo de su historia ha tenido que soportar, a querer o no, figuras siniestras como la del susodicho Henry Lane Wilson que los autores señalan como autor intelectual del magnicidio de Madero y Pino Suárez. Aquí, como para probar nuestra capacidad de asombro, vergüenza e indignación, la crónica del propio Wilson, ese que tras su acción predatoria cayó en desgracia de Washington y en el licor:

«Aquel día 18 de febrero de 1913 determiné que yo debía adoptar bajo mi propia responsabilidad una medida decisiva para restaurar el orden en México. La situación era esta dos ejércitos hostiles se encontraban en posesión de la capital y toda autoridad civil había desaparecido…

En varias calles de la ciudad comenzaban a aparecer siniestras bandas de salteadores y ladrones, y a lo largo de las vías públicas desfilaban hombres, mujeres y niños a pinto de inanición. Alrededor de 35 mil extranjeros, a los que el desarrollo del bombardeo puso al parecer bajo la protección de la embajada, se hallaban a merced de la chusma o expuestos al tiroteo indiscriminado que en cualquier momento podía iniciarse entre las fuerzas de los generales Huerta y Félix Díaz, involucrando así de nuevo las vidas y la propiedad de quienes no eran combatientes.

Sin habérselo consultado a nadie, decidí pedir a los generales Huerta y Díaz apersonarse para deliberar en la embajada, territorio neutral que podría garantizar buena fe y protección. Mi objetivo era hacerlos llegar a un acuerdo para la suspensión de hostilidades y para que conjuntamente se sometiesen al Congreso Federal.

Cerca de la hora señalada, bajo la protección de la bandera norteamericana, el general Díaz se presentó acompañado de funcionarios de la embajada y de dos o tres personas escogidas por él. Al entrar me agradeció muy encarecidamente que pretendiese yo lograr la paz mediante mis buenos oficios.

Después de presentarlos a algunas damas y otros amigos en la embajada, acudí a la puerta principal para recibir al general Huerta que justamente llegaba, escoltado oficialmente por la protección de la bandera norteamericana

El escenario afuera y adentro de la embajada era impresionante al intercambiarse los saludos oficiales. Se había instalado la iluminación eléctrica adicional y ella permitía visualizar plenamente el tinglado…

Había probablemente veinte mil personas apretujándose en las calles contiguas a la embajada, y la embajada misma estaba atestada hasta el desbordamiento de norteamericanos, de diplomáticos y de oficiales de Díaz y Huerta Eran momentos trágicos: con todo, no era una escena sombría el resplandor de las luces, la gallardía de los uniformes y la presencia de las mujeres abrillantaba y vivificaba el cuadro. No perdí tiempo en llevar a los dos generales, Díaz y Huerta, a la biblioteca de la embajada donde, para mi consternación, ambos se hicieron acompañar de numerosos asistentes y consejeros. Esos llamados asesores no tardaron en enfrascarse en conflictos verbales que prometían tener duración desconocida e infinitas posibilidades. No era este el propósito de la maniobra que yo había urdido». (Seguiré con el tema)

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