Pero el proceso natural no lo advierto en la pérdida de mis facultades físicas y mentales; esas créanme: como relojito. De fayuca. Defectuoso. Adquirido en Tepis Company. No. Que mi barca ya dobla el Cabo de Buena Esperanza lo advierto en la manía en que me ha dado de evocar a Manrique:
«Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, comtemplando – cómo se pasa la vida -cómo se viene la muerte – tan callando…»
Y este calosfrío como aletazo admonitorio de la muerte, la mía propia y particular. Y el suspirar repentino, leer viejas cartas de amor, mirar antiguas fotografías y de ojos adentro verme en mis tiempos de adolescente y aun antes, cuando todavía mamón -sigo siéndolo-, y que todo era de embobarse con los cuentos de mi Nina, que en noches de luna, muy a la medida de trasgos, fantasmas y aparecidos, se encargó de encender fuegos fatuos en esta mi mente, por aquel entonces virgencita todavía. Leyendas, consejas de diablos y brujas y aparecidos que «aluzaron» mi oficio de fabulador. Hoy mismo recuerdo, al modo de la anti-historia, la conseja del niño que en el bosque recibe, como la niña del cuento infantil, una cornucopia de dones. Va así:
Helos, helos, por do vienen. La viva imagen del desconsuelo, los habitantes del bosque se congregan en derredor de esas carnes desgarradas, y las olisquean, y asordinan el rugido, el bufido, el aullido. Callan. No delatarse, no atraer al cazador. Participantes del duelo, los animales del colmillo, pico y garra, se tornan coro de duelo por los prejuicios que les ocasiona su enemigo, ese depredador. Porque los mata nomás por matar, tala los bosques y envenena los ríos. Pero cómo detener al dañero. Cómo…
Se hace el silencio. A lo lejos, disparos. El ambiente nocturno, electrizado. Allá, en lo alto, fría y luminosa, tersa y distante -como tú, mujer-, la luna. Cómo detener al hombre. Y fue entonces: ahí, en medio del duelo, el ojo de agua cercano se alza en un borbollón impetuoso. Rumorosa, la fuente:
-Soy el ánima de las aguas, que el hombre se empeña en contaminar. Ha envenenado mi fuente, y es hora de planear su castigo. Vengan, congregúense en derredor de mis aguas.
Con el lobo, el coyote y la zorra, y con ellos la liebre, el zorrillo y el gato montes. Todos, embebidos en el rumor de la fuente. «Ahí, en la caverna», le oyeron decir, y sí: el llanto de un recién nacido. «Los animales que yo iré señalando le han de otorgar sus dones». Pero no el canto del ruiseñor, no del gamo la carrera, ni la sapiencia del buho, la fortaleza del buey, la bravura del tigre, no; el don de la víbora prieta, en primer lugar. «Quede este niño en la historia como uno que supo arrastrarse y morder calcañares. Desde hoy tendrá de alimento el polvo del terregal». Del niño fue el don, y el temblor en las frondas. «Sigues tú». Y el perraco: «Sea fiel a su amo y le resguarde casa y demás propiedades. Ladre al que el amo designe, y sea su alimento las sobras del comelitón». Del niño fue el don. En lo alto, las nubecillas el estremecimiento. «Ahora tú, chango macaco».
«Sea, con sus instintos de mono, un exhibicionista desvergonzado, que se la viva besuqueando en público. Sean motivo de burla pública sus piruetas y carantoñas». Del macaco recibió el don. Se adelanta al topo: «Burriciego será, torpón, errático. Las pupilas del niño serán alérgicas a la luz». Fue llamado el murciélago, y el crío tuvo su don: «Vivirá y dormirá colgado de cabeza. El mundo, para él, se apreciará al revés. La catástrofe en todas sus formas, indicada en las gráficas, para él serán éxitos». Del crío el don. La gallina: «Qué sabrá cacarear hasta la náusea, y cuando intente volar, vuelos serán de gallina sus vuelos. Históricamente terminé rostizado». «Suyos sean mi valor y decisión», la liebre. Un retumbo, a lo lejos.
«Para eso, tenga mi voz (la cotorra), y tanto seso al hablar como yo lo tengo, y se haga oír, y padezca diarrea de disparates verbales». El armadillo: «Vituperios y burletas le van a llover; va a ser motejado de torpe, servil, hablantín y rastrero. Sea mi concha su protección». Fue del crío el don de la conchudez. Un repentino relámpago trizó las sombras. Desnudito y remolineándose entre los hierbajos del terreno, el chamaco sonreía, sonreía…
He ahí, mientras tanto, a las bestias, que bailan la ronda en derredor del crío y a rugidos, aullidos y cacareos lo proclaman su futuro vengador. Miren, oigan a la fuente, que en tanto esparce sus aguas parece cantar cuando dice: «Ese algún día gobernará a los dañeros, y será depredador de depredadores». Y alzó y esponjó sus aguas. Ahí, reflexivo, el búho:
«¿Y cómo saber que el engendrín será gobernante de los tales?» «Mírele su entrepierna», responde la fuente, y sí: el crío, como los que le darían su voto en el 2000, era capón. Sin testiculitos. Y a otra cosa, mariposa. (Tan tan.)