Fosa séptica

De los oficios del hombre que he conocido más humillantes me dispongo a hablar, según los exhumo de mi niñez. El primero que viene a mi mente:

A un fulano conocí, proxeneta de profesión, que en el ambiente pacato de mi Jalpa Mineral actuaba parapetado tras de su fachada de sacristán. Para las doncellas era un temor; para las beatas, la atracción del abismo; cuántas casadas tornó malcasadas, y cuántos maridos mancillados no lo retaron a pleito de cuchillo cachicuerno. El del alcahuete, oficio nefando…

Mucho menos abyecto el caso de aquel varón, gallero de pro y hombría cabal, que me inició en los misterios del sexo y mi nacimiento (en plan de teoría, no de práctica). Yo, inocentón a mis 18 años corridos, rechacé su teoría y difícilmente contuve la náusea. Cómo de que una noche mi padre y mi madre… Inaudito. Y entonces un mío tío Raudel, que iba pasando; «¡Jorobado de miércoles, cómo te pones a escandalizar a esta pobre criatura!»

Jorobado. El espinazo de alcayata: «Mejor me infamaran en mi propia madre, menos me ardería que el apodo de jorobado». Pobrín.

De repente el tal desapareció del terruño y durante años me olvidé de él. Pero las vueltas que da la vida, las que damos nosotros: cierto anochecer, yo en Guadalajara y en mero mercado de San Juan de Dios, aquella pizpireta sota moza, chongo, escote y labios de bermellón:

– Llevará sus garnachas, oiga.

La vi, me vio, la reconocí, me reconoció. Yo, mis niñas desorbitadas, las de los ojos. Ella, que a la vergüenza mordisqueaba el rebozo. De bolita. De Santa María legítimo. Yo, estupefacto: «Pero usted, el famoso jorobado, convertido en mujer. Un varón de los calados, hoy todo un travestí!» «¡Travestí, sí, pero calado nunca, que soy virgencito; y miénteme la madre, pero no ese apodo que me sabe a lumbre en ayunas y es el que me tiene con corsé y un chichero color mamey que me está calando el pellejo. Por vida suya, dígame joto como todos, pero no jorobado. Si me ve ejerciendo de pozolera es porque mil veces prefiero que me motejen de Bugambilia, mi nombre de guerra, y no de jorobado». Válgame. Dejé maniobrando entre sopes y tortas ahogadas al jorobado; a la señorita Buga, quise decir. Ah, el ente humano, esa incógnita…
Peor todavía resultó el adolescente aquel, condiscípulo mío de primeras letras en la vieja escuela oficial, cabecita dura y refractaria a misterios como aquel de que acento si la palabra es esdrújula, y oriente donde sale el sol y poniente donde se oculta. ¿0 era el norte? Quien impartía la clase era un ente improvisado de profesor, zafio él, insensible, golpeador e ignorante, que ofreció el pase automático a quien aceptara un oficio que me repugna describir:

Cualquier día de aquellos, a media mañana y en plena clase, entre los 25,30 palurdos que componíamos el grupo escolar, se producía un mal olor. Frijoles, guache, guamúchiles, ¿se imaginan? Ahí el requerimiento del profesor, y ahí el oficiante, gustoso de ganarse el pase automático: convertido en sabueso y en cuatro patas, el Zurrapas, su apodo, husmeaba detrás de cada uno de los payos sentados en su mesa-banco. Lento, reconcentrado en su labor, de repente: «¡Fue este, este, el Juancho Llamas, profesor!»

El cual maloliente, jalado pos los cabellos y a coscorrones con un anillo de este grosor, a lo vergonzoso era expulsado del salón, y cero en la papeleta, «por marrano». El sabueso tenía asegurado el siguiente año escolar.

Y como marcados por el destino: el papá del Zurrapas, el Zurrapas mayor, ejercía un oficio que nadie más: en mi pueblo no existía el drenaje, y la propia escuela, el colegio de niñas, el salón de catecismo y diversos domicilios particulares, se valían para los desechos orgánicos de una caja cubierta con un tablón horadado para satisfacer la cotidiana necesidad. Y como de tanto en tanto las cajas se copeteaban, había que vaciarlas, y ahí estaba el Zurrapas, que de eso sacaba su manutención, y a esto quería yo llegar. Mis valedores:

El oficio del alcahuete ahí sigue, pero el de los Zurrapas ha muerto, y el del gallero precisa de una joroba y un rechazo enfermizo al apodo, y yo digo: lástima; lástima grande que ya no pueda recomendar al casi colega de los Zurrapas que dedique talento, vocación y carácter a vaciar excusados. ¿No sería oficio más digno, más honrado y menos innoble del que ahora ejerce a la vista de todos? ¿La de acondicionar excusados no sería actividad menos degradante que la que hoy ejerce Rubén Aguilar? Y a su edad. Todavía tuviera la cachaza y la desvergüenza de un Luis Ernesto Derbez. Pero Rubén Aguilar, tan decente él cuando vocero de guerrilleros salvadoreños. Mis valedores: ¿tanto se puede descender en la escala de la humana dignidad? ¿Tanto acogotan el hambre y la necesidad, que obliguen al varón a terminar aquerenciándose con la fosa séptica? ¡Vocero presidencial! ¡En el presente sexenio! ¡Dios! En fin. (Allá él.)

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