Y si la presente fabulilla siempre me ha parecido oportuna, nunca como hoy cobra, a mi juicio, su estatura cabal. Y si no, juzguen ustedes:
Han de saber sus buenas mercedes que en luengos ayeres y en la imaginación anchurosa de Rabelais existió un reino de encantamiento, que regÃan Gargantúa y Pantagruel y poblada una sarnienta galerÃa de curas rijosos, picaros de la enfañifa, hembras del toma-y-daca carnal y toda suerte, mala suerte, de vagamundos de esos que en legión van y vienen a contracorriente de leyes y reglamentos. La picardÃa en pleno, pues…
Pero ándenle, que entre todos ellos andaba el mas bigardón: Panurgo. El tal era un hombre bueno; bueno para nada y bueno de tramposo y camandulero que hagan de cuenta licenciado del Revolucionario Ins. Y nada, que cierto dÃa, navegando este Panurgo en algún navio cargado de carneros que un cierto comerciante llevaba a la central de abasto de la ciudad, de repente ambos trabaron agria disputa por cierto tema teológico que plantearon asÃ: que si Dios, siendo uno, era trino también. ¿Uno y trino? No me choreéis. La disputa terminó en una zanfranza a estacazos. De súbito:
-¡Alto, los valientes no asesinan! – clamó el clérigo de a bordo, un tal hermano Juan. Juan a secas, sin el Pablo, sin el II y sin el feroz anticomunismo pro-yanqui del otro, no me vayan a canonizar a ese Juan que hizo cesar la contienda y a los dos rijosos fumar la mota de la paz. Pero, mis valedores…
Ahà tenéis que el Panurgo de marras era de muy mala condición, mala entraña y corazón bandolero. El bellaco no quedó conforme con la ración de estacazos, y muchos menos con la tesis aquella de que Dios, siendo uno, es trino también. Rencoroso como era el rufián, en un rincón del navio cavilaba buscando el desquite, pero uno que no lo fuese a enfrentar con la justicia; un desquite que no lo llevase, como el veneno o la puñalada trapera, a tener que pagar en galeras. ¿Qué desquite serÃa el adecuado, Dios según esto uno y trino?
Panurgo, como todo baquetón, era ingenioso, de modo tal que de súbito… helas, eureka, ya estuvo! El perfecto plan. Ya con él en la mente, Panurgo se fue en derechura hasta cubierta, donde deambulaba el comerciante en carneros, y entonces:
– Vengo en son de paz, por que mire su buena merced que no le guardo rencor por aquello de que Dios, de ser uno, es trino también, quiero tratar con vos un asunto de carneros.
Vendedme uno de ellos, mi señor.
– Hombre, todo fuera como eso. ¿Por cuál os interesáis?
– Por aquél que está olisqueándole las verijas a la borrega. ¿Cuánto?
– El más gordo requerÃs; el más caro también.
Ahà se inició la maniobra del regateo. Que os ofrezco tanto por el carnero, pagadero en tres monedas de oro que son tres odas, y que no odas, que mi animalito no me robé, y que yo no voy a malbaratarlo como si fuera Fox, y mi animalito PEMEX, y vos el gringo. Y que momento, que el que os ofrezco es el precio oficial, y que no maméis, quién carajos va a hacer el aprecio del precio oficial, y que doblad la oferta, ya que se trata del carnero mejor. Se cerró el trato. «Aquà tenéis las monedas, dadme mi animal. Y sÃ, dando y dando y el pajarito jugando, vos perdonaréis el albur.
Y el remate del plan. Cuenta rabelais que Panurgo, con el carnero pataleándole entre los brazos, de repente inició su plan de venganza, que fue asÃ: el bergante arrimó el animal a la borda y… friégale, que a la vista de la manada arrojó al carnero recién comprado, que cayó de panza en las olas del glauco mar. Y, mis valedores, ¿qué creen..?
Exacto: siendo como es el carnero, y esto lo sabÃa Panurgo, el animal estúpido por excelencia, que a lo acrÃtico reacciona al lema de que «lo que hace la mano hace la tras», el animalero de miércoles – de jueves- comenzó a saltar en fila india detrás del que le precedió en el salto a las olas de mar, carneros dejaran de ser, borregada. ¿El mercader, entre tanto? Ese, chillando y jalándosela â??la greña-, en vano intentaba detener a las bestias. En vano. ¿Y Panurgo? El tal, pepenado del palo mayor, se pandeaba de risa:
– Caro me costó el carnero, pero qué sabroso me vengo, por Dios uno y trino. Cómo me vengo, que hasta me estremezco al sabor de la dulce venganza.
Mis valedores: primero fue Arturo Núñez; tras él pegó el brinco Tomás Ruiz, y más tarde Enrique Ibarra, y después el millón y medio de borregos que en el tanto de un mes retiraron la intención del voto al tricolor. Ahora es Roberto Campa, y lo que de veras tendrá que preocupar a Madrazo: quien ya prepara el brinco para abandonar un barco que se hunde es nada menos que otro borrego; Genaro Borrego, ¿se imaginan ustedes? Detrás del Borrego, la borregada, y Madrazo, nomás jalándosela. No si les digo. En fin, (Que los muertos…)