Lo que me recuerda (le recordó al maestro en la tertulia de anoche) La ley de Herodes ¿Conocen ustedes La ley de Herodes?
– Y cómo no la vamos a conocer los mexicanos -el juguero-, si esa es la única ley que se cumple Religiosamente en nuestro país, o sea: la ley de ese que nombran ustedes Nuevo Orden Mundial, con sede en Washington: «Esta es la ley de Herodes y aquí te tzhingas o te hodes». A la de a alilaya, ¿no?
– Aunque en el fondo es esa la misma, yo no me refiero a esa ley, sino al relato del estupendo humorista Jorge Ibargüengoitia. No es su relato mejor, pero ilustra la nueva amenaza que Washington lanza contra sus colonias al sur del Bravo. ¿Tiene usted ese libro de Ibargüengoitia, señor Valedor?
Lo tuve. Ya con él en sus manos, el maestro explicó el argumento y citó algunos pasajes. «La ley de Herodes: todo lo que nos impone el vecino del Norte y todo lo que tenemos que soportar, en ocasiones por la propia conveniencia. Aquí el arranque del cuento, donde el joven protagonista narra sus inicios marxistas y su relación episódica con el Imperio del Norte».
«Sarita me sacó del fango. Antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx y Engels, ¿y todo para qué..?» Muy marxistas él y Sarita, pero como buenos pragmático-utilitaristas, ambos solicitaron la beca de la Fundación Katz para ir a estudiar a los Estados Unidos. Y a someterse a los exámenes correspondientes, que pasaron sin dificultad, hasta llegar al examen médico. Ambos, al siguiente día, tendrían que presentarse con sus muestras «del uno y del dos». Mortificante.
«¡Ah, qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, qué violencia! Cuando estuvo guardada la primer muestra volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda, guardé los frascos en bolsas de papel para evitar que alguna mirada adivinara su contenido».
Y que en el lugar de la cita tuvo que esperar a Sarita, pues ella había tenido cierta dificultad en obtener una de las muestras. Que ella, como él, llegó con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Que se miraron sin hablar, conscientes de que su dignidad humana como nunca antes había sido pisoteada. Y lo peor: que delante de la pareja la recepcionista tomó los envoltorios, los sacó del plástico y exhibiendo su contenido les pegó una etiqueta. Y que un tal doctor Philbrick, de la Fundación Katz, hace pasar al consultorio al joven solicitante de la beca, y que lo somete a humillante interrogatorio sobre dolencias y contagios que hubiese padecido: neumonía, paratifoidea, gonorrea, en fin. Y al cubículo: «Desvístase».
«Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder». El doctor Philbrick procedió a revisarle el cráneo, y a meterle un foco por las orejas, y un reflector frente a los ojos, y le oyó el corazón. «Luego tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro…»
Siguió, implacable, la revisión, que el marxista solicitante de aquella beca soportaba con dificultad. Un sudor se le iba y otro se le venía, cuando en eso: «El doctor Philbrick fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. ¡Hínquese sobre la mesa!» Del armario sacó un objeto de hule, introdujo en él los dos dedos envueltos en algodón; «Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué» «Apoyé los codos so bre la mesa».. «Apoyé los codos sobre la mesa me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró que yo no tenía úlceras en el recto». «Vístase».
Salió tambaleándose. En el pasillo encontró a Sarita ataviada con una especie de mandil. Más tarde salieron a la calle. Y mirábanse de reojo.
– Contertulios: ¿en el aeropuerto de esta ciudad cómo irán a mirarse los pasajeros (con qué ojos, con qué cara) después de ser desnudados por el «escáner corporal» que, impuesto por Washington, habrá mostrado ante los funcionarios de la revisión (¿de la DEA?) las partes pudendas de ellas y ellos? El novio y la novia, el esposo y la esposa, el padre, la madre y los hijos, los amantes, los amigos. Ah, porque La ley de Herodes tuvo un remate fatal: entre amigos y conocidos de la pareja se hizo público el secreto de que el marxista se había culimpinado ante el imperialismo yanqui. ¿Y nosotros?
– Nosotros a aprontarlo y ponernos flojitos. Como siempre, ¿no?
Callamos. (Mi país.)