Un dulce olor a SEMEFO…

Las seis gavetas del «cuarto frío» del SEMEFO de Ecatepec fueron abiertas para que se ventilen, dado que son insoportables los olores de los cuerpos en avanzado estado de putrefacción.

El pie de foto de miércoles, me refiero al de la semana anterior, me revolvió mis huevitos, los que acababa de merendar cuando a hora tardía revisé el matutino, pero al entrar a mi habitación: ¿y esa pestilencia? ¿el SEMEFO en mi dormitorio? Y qué ambiente corrompido, qué insoportable hedor. El aire del cuarto olía, y no a ámbar. Haya cosa. Y rápido, que me arrojo ,a ventear el origen de la pudrición. A puro SEMEFO de Ecatepec…

Lo eché a retozar, el olfato. Las abrí de par en par, las ventanas (de la nariz) y empecé a jalar chiflones de aire pestilente, y pajareaba hacia todos los rumbos, tratando de ubicar el nauseabundo hedor. Pero la ubicación, andavete. Mientras tanto, el estómago, aquel amago de basca. Pero había que localizar el origen de la pestilencia. Para empezar, me fui sobre las pantuflas; rechinando de limpias. Caí sobre los botines: impolutos, qué diferencia con los botines de los Salinas y Cía., SA de CV, esos que con su aire de impunidad corrompen el ambiente de todo el país, mientras un paisanaje que vive, piensa y respira el clásico pasecito a la red, aun le da el golpe a la pestilencia como si fuese un tabaco. Es México. Pero la pestilencia en mi cuarto, que no cesaba…

Abrí el cesto y probé con la ropita de abajo que me acababa de quitar. Los calcetines, nada, por supuesto; los de color fiusha, cocoles morados y corazoncitos color de rosa (rosa mexicano), nada: la cosa esa de algodón, me refiero a la camiseta, nada, y así el de cuello de tortuga, y así el de mezclilla, y así el de pelos (el chaleco). Pues sí, pero la pestilencia en un ser, y la causa no lograba ubicarla. Y así seguí olfateando aquí, allá, acullá. Pero nada…

Al vaciar el buró se me vino de golpe toda mi vida sentimental. Rizos de mujer, cartas de amor, cintas que perdieron su color, flores marchitas. Y el olvidado nomeolvides, la muerta siempreviva y la foto diluida, por su envejecido color más daguerrotipo que foto, de aquella mi inolvidable que ya olvidé. Ah, los amados fantasmas de aquellos amores que de mí se fueron para nunca más, fantasma yo mismo para cada una de las que en su momento fueron mí único amor, y el primero. Aquí, el suspirillo. (¿No los estoy aburriendo? Sigo, pues, con mi pestilencia.)

Continué buscando la fuente de aquella hediondez, y entonces (que no me lo tomes a mal, Nazareno) fui y pegué las narices al santo cendal del Cristo de mi cabecera y, por aquello de las dudas, le di un pasón. Pero no, que mi crucificado yacía en la de ocote, en suavísimo olor de santidad y aroma de incienso. Ya a estas alturas el hedor me provocaba náusea, con los blanquillos a la altura de la epiglotis, donde tenga yo esa marinola. Y a seguir buscando. Mis valedores:

Qué me quedaba por hacer, sino perpetrar (¡yo también!) la maniobra de todo intelectual cuando se dispone a vender, alquilar o empeñar la conciencia por una beca, un premio, alguna canonjía o el chayote nuestro (suyo) de cada día: me culimpiné y púseme así, miren (indecoroso vil), o sea en cuatro, y en las cuatro y olisqueando como podenco de cazador recorrí la alfombra, las fosas nasales taponadas de pelusa y basurillas, hasta que tenté los zapatos. Y a olerlos y volverlos a oler, hasta que aquella voz:

– Con eso me basta, bigotón, ya puedes levantarte.

Miré hacia arriba: ¡los zapatos no eran mis zapatos, sino los de mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins., que llegaba de la piquera, me refiero a la de Violeta con Insurgentes, donde se encueva el Madrazo.

– Levántate. Los lengüetazos me los das otro día.

Qué pena. Me erguí, colorado, tantito por el esfuerzo y tantito por la mortificación. «Es que ando tras un mal olor, una pestilencia». «¿Tú también, bruto? ¿Tirándole tú también a Los Pinos..?»

Lo puse en antecedentes y sí: me dijo Pitágoras que dos narices huelen más que una: que cuatro agujeros huelen más que dos. Ahí andábamos el par, ya a pie firme y ya pecho a tierra (a alfombra), con las narices escoriadas de tanto olisquear. Pero del origen de la hedentina, ni sus luces.

El reloj de pared. Cachivache descompuesto, que alguna vez el Jerásimo dejó abandonado en mi habitación. Le abrí el ventanuco, pensando: viejo, su cuerda debilitada, el pajarraco podría haber hallado la muerte por inanición. Y olisqueaba entre el pájaro y sus dos contrapesos, cuando el vozarrón cacardioso: «¡No te metas con mi cucu..!»

Y que mejor me metiera con mi.. .
(Mañana.)

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