Me extraña, viejo, ¿pues no afirma Fox aquí, en el cacho de periódico donde me envolvieron las menudencias para tu cena, que la tortura quedó felizmente desterrada de los métodos de investigación policíaca con la firma del Programa Nacional de Procuración de Justicia, que «tiene como eje rector el respeto a los derechos humanos en la persecución de los delitos?»
Silencio en la sala en el cuartucho de tabicón. Chalco-. Tan alentadora noticia fue leída a la luz del candil de petróleo por la sota moza que toda amor y delicadeza asistía la compañero, desgarrado en el camastro luego de salir de manos policíacos. Cárcel clandestina en El Ajusco, sí. El macerado observa a la única, que le examina el pecho, los brazos, las costillas. Sonríe. El suspirillo aquel. Ahí, a mil leguas de todo, el varón se siente libre de la soledad. Es que donde ella está, está el paraíso. A la luz de la lámpara de petróleo.
– No, y ya desde mucho antes Fox viajó hasta Estrasburgo nomás para jurar que «la promoción, defensa y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos civiles y políticos de las minorías, forman parte esencial de la democracia mexicana».
-Oilo, te lo vendo…
– Y otra más, amor: ahora que estuviste detenido yo, con una especie de horror por lo que te estuviera ocurriendo en el reclusorio…
– En la cárcel, mujer. Cárcel clandestina.
– Guardé cuanta noticia me encontraba en el basural de los periódicos que me trae el viento, ese magnífico repartidor, sobre el respeto irrestricto de Fox a los derechos humanos. La nota esta, mira, lo certifica. «Simojovel, Chis. La Organización Mundial contra la Tortura exige la liberación de Vicente López Rodríguez y del niño Mariano, su hijo, quienes fueron torturados para que se culparan de robo y asesinato». Que con los ojos vendados fueron golpeados como tú, mi amor: en rostro, nuca, costillas y abdomen.
– No, y a mí en la entrepierna, que ya me olía a huevitos revueltos. Por poco me declaro autor del asesinato del cardenal, de Digna Ochoa y de Enrique Salinas. Tantito más y les firmo que yo me eché al plato al Colosio. Pídele a san Juan Pablo II -ya es santo, ¿no?- que yo nunca regrese al averno.
– Oye esto, amor: «Les amarraron un trapo mojado sobre el rostro y les colocaron una bolsa de plástico en la cabeza hasta provocarles desmayos. Al recobrar la conciencia, los golpes, una vez más. Después fueron trasladados a una clínica, donde el médico que los revisó dictaminó que no tenían nada...»
El aletear de algún zopilote sobre el lecho de lámina. Pobrín, aquí qué puede encontrar; aquí donde sólo hay el amor de dos y un poco de tortilla y nopales para amanecer mañana.
– Todavía sueño en la noche y despierto bañado en sudor. Oigo un ruidito, y aquel susto.
De repente: ¡trágame tierra! los golpes en la puerta de lámina. El herido se irguió, los tomates chispándosele las cuencas. «¡Que no vengan por mí. No dejes que me lleven, amor, escóndeme!»
Silencio. Aguardaron. (Abrazados, abrasados). Nuevos golpes a la puerta. La mujer, como si fuese al patíbulo, se acercó a la puerta. La entreabrió. Silencio. Al rato, rostro calmado, regresó a donde el otro tiritaba en medio del calor: «Cálmate, viejo. Sólo es el recibo de la luz».
Milagros del subdesarrollo: se puede habitar en una ciudad perdida, y esa ciudad es perdida para la civilización, para la justicia, para la canasta básica, para todo, menos para la patrulla y el cobro de servicios municipales.
– Y qué caro el servicio, de dónde vamos a sacar para pagarlo, mi amor. ¿Sabes por cuánto salió el recibo de la luz? Y qué hacer…
Coloca la lámpara de petróleo sobre la mesita cercana. Aplica fomentos sobre la magulladura. «Te va a arder, amor. Aguántate».
El otro, el ardor de sus mataduras, el ardor de la pobreza, de la falta de empleo. «Y ahora, pa’ acabarla de fregar, el recibo de la luz. ¿Qué qué? ¿El recibo de qué? ¿De la luz? Oye, mi amor, ¿pero por qué recibo de la luz? ¿Pues aquí cuál luz, qué broma es esta?
– Cuál broma. Aquí está el recibo, mira. Y es bastante la cantidad…
– ¿Pero por qué recibo de luz? ¡Aquí no tenemos servicio de luz eléctrica! ¡Es una injusticia, una arbitrariedad!
Silencio, reflexión; de repente: «Ninguna injusticia, amor. ¿Y luego tu entrepierna?»
– ¿Mi entrepierna? ¿Qué tiene mi entrepierna?
– Mírala, amor. ¿No está sollamada a toques eléctricos? Pues hay que pagar, y para eso Fox, defensor de los derechos humanos, te manda el recibo.
(Ah…)