Las pesadillas, mis valedores. Que una de aquéllas, les contaba ayer, atacó a cierto vendedor de aguas negras metido a presidente de El Cuarto Reich, país imaginario. Que en su pesadilla se veía odiado, despreciado por todos. Que el Ángel de lo sobrenatural se le apareció en sueños, y así le decía: «Ya sólo te aplauden ciertos periodistas de pluma vendida, pero ellos, en su momento, fueron capaces de aplaudir al mismísimo carnicero Díaz Hordas»
¡Díaz Hordas! ¡Claro, sí, por supuesto! Y al conjuro del nombre nefando, el de la pesadilla clama, acalambrado, desde el mero cogollo de una esperanza inútil: «¡Díaz Hordas bendito, santo patrono de los malqueridos, de los despreciados, de los desahuciados de la política, ven en su auxilio…!»
Cimbrado de escalofríos, en sueños invocaba al agresor de una UNAM violada a lo tumultuario por los sardos: «¡Tú que supiste del odio y el desprecio popular, que en vida y muerte padeciste y padeces la repulsa unánime! ¡Tú que serás execrado per sécula seculorum! ?yeme, que ando en las mismas por la impunidad con que he manejado Pemexgate, Fobaproa y los Amigos de Fox! ¡Yo, el de unas promesas incumplidas que a embustes intento maquillar: El país tiene el desempleo más bajo del mundo. Este año voy a crear más de un millón de empleos!» No, y las inmundas chicarías con que no logro destruir mi otra pesadilla, la del carbón Peje. Desprecio total, aborrecimiento. ¡?yeme!»
Silencio, un aullar de bestias montaraces, y ese relámpago. En seco. Ave María. Y entonces, mis valedores, ¿lo pasan a creer? Ahí, en el intestino del bunker presidencial, el milagro. En sueños, pero el prodigio. Porque ocurrió que al conjuro, a la advocación, en la evanescente región de las pesadillas se produjo el portento: azufroso y arropado en capullo de vivas llamas, entre acezantes hocicos de lumbre, el matancero ascendió hasta el cubil del que lo ha invocado, convocado. «¿Quién osa mentar mi nombre nefando?» Tufos, tizne, pestilencias, manos chorreantes de sangre inocente. Tlatelolco. Díaz Hordas.
«Yo, sí, perito en odios multitudinarios. Yo, que tras de la carnicería viví -si aquello fue vivir- apestado, execrado, canceroso (porque al que obra mal se le pudre el secula seculorum, y si lo dudas tiéntame). Este reprobo que soy, que sigo siendo, viene en tu auxilio. Levántate y anda».
«Ah, como Lázaro. ¿Y a dónde voy, santo diablo de mi guarda?»
«A dónde ha de ser, a agasajarte con lo que te chifla casi tanto como recibir una sonrisilla de Bush: los aplausos».
«¿Pero aplausos a mí, que no sean aplausos pagados? Usted me chorea, mi señor. ¿A mí, aplausos? ¿Sabe que ya mi Estado Mayor no me permite darla al populacho, porque me la rompen? Y ella qué culpa tiene, mi pobre cara…
«Hombre de muy poca, me refiero a la fe: toma mi mano».
«Achis, achis, se resbala. ¿Se la embijó con aceite de cártamo..?»
Y sí, el prodigio: en sueños, el malquerido fue transportado por el matancero, como Fausto por Mefistófeles, a través del éter hasta alcanzar cierta cresta de la barranca sombría que se repecha entre roquedales, donde hicieron pie. «Los lugareños la nombran Barranca del eco. Es aquí donde yo, después del destazadero de Tlatelolco, venía a consolarme sólito. Pon atención».
Y fue entonces: acercándose al filo de la barranca, Díaz Hordas tomó aire y echóse a aplaudir mientras ululaba a todo vuelo de voz, aliento pestífero:
«¡Vivaaa Díazzz Hordaaasss…!»
La Barranca del eco, a querer o no, en lúgubres desgarramientos:
«¡Ia-íaz-ordaaasss, clap, clap..!» Aplausos, ecos de aplausos: «Ia-íaz… ordaaazzz, clap..!» Doloroso estertor del roquedal. El matancero:
«¿Ves qué fácil es consolarse sólito? Anda, hazte aplaudir de gratis».
Y ándenle, que animado al ejemplo del Mefistófeles de pacotilla, el de los bigotazos se arrimó a la ceja de la barranca, se soltó aplaudiendo que hagan de cuenta que tenía enfrente a Bush, y el vozarrón:
«¡Chiquillass y chiquilloss! ¡Viva el programa Oportunidades! ¡Viva el seguro popular! ¡Vamos, México! ¡Viva Foxxx..!»
Y su sonoro batir de las palmas. ¡»Vivaaa!» Se detuvo, paró oreja: nada. Tomó su segundo aire, que un segundo aire de nada le va a servir. Un nuevo intento, desconfiadón: «¡Viva la democracia! ¡Viva el imperio de la leyyy..!»
Atento al eco. Y sí, raudo, el susodicho. La peña viva, los peñascales, todo el mundo mineral le retachó en ecos su pregón. Al unísono. Y qué claridad de dicción, qué contundente respuesta al gerente general de El Cuarto Reich:
«¡Viva Foxxx..!»
Rápidos, todos los ecos: «¡Viva López Obrador! ¡Viva Lop…dor. Viva!»
Vive el tal. Mis valedores: la fabulilla encierra su muy buena moraleja, ¿no creen? ¿Pero cuál? A pensarlo, los que sepan pensar. (En fin.)