Don Catarino Maldonado, mis valedores, gallero zacatecano y varón de pro que vino a encontrar su muerte por culpa de aquel apodo que lo siguió y persiguió, sombra negra, durante toda su vida. Había nacido el paisano con su espina dorsal doblada, de modo tal que la zafia crueldad pueblerina de «joronche» no lo bajaba, y de «jorobetas» y «espinazo de alcayata», qué mortificación. «El apodo me sabe a cal viva en los ojos», se lamentaba conmigo, y qué hacer. Así pasaron los años…
Y válgame, que aquel santo día me lo fui a topar en la almendra viva de Guadalajara, San Juan de Dios, ¡detrás de ollas pozoleras y peroles de birria!
– Llevará sus garnachas, oiga.
¡Esa voz! Volví la vista y… ¿El «Jorobas», quiero decir don Catarino? ¿El gallero, vestido de enaguas y rebozo de bolita? Al reconocernos, entre sofocos, la explicación: que huyendo del mote vituperoso fue y se revolvió en la masa anónima de Guadalajara y encontró ocupación en el rastro. «Pero una joroba que resalta en el pueblo resalta igual en la ciudad: A ver, jorobado, mata esa res. Destázate esa novilla. Ábretelo en canal. Ah, salación la mía…»
Y fue entonces. Cierta noche, a lo suicida tomo la resolución: «Que me motejen de joto, de tulatráis y de floripondio, porque en este México de viles machos, homosexuales en potencia -en impotencia, más bien-, más comodino resulta ofender de bugambilio que de jorobado».
– Algunos años viví tranquilo, sin el «jorobado» quemándome las orejas. Machín sigo siendo, pero pa los demás soy Caty el joto. Que jotón esto, que Buga aquello, y que menéate las garnachas, y que ái te va mi chambarete pa tu menudo y pancita; y la paz. Pero últimamente esta vergüenza de vivir en la mentira, de no ser lo que se aparenta, y qué hacer…
Me inspiró una piedad aquel don Catarino de todos mis respetos…
Pero vidas errantes, encuentros y desencuentros, destinos que se mueven al capricho de la Moira; yo, buscando a la vida un sentido por qué vviirla a cabalidad, me vine a este hormiguero que tantos humanos hemos terminado por deshumanizar, y aspiré esta ciudad por todos los poros y los entresijos y a resoplidos la hice mía por donde hay que hacerla. Y aquí lo macabro…
Sucedió que cierto día de hace semanas caminaba yo por Bucareli, sudoroso y agobiado por 2 mil imecas entre pecho y espalda campechaneados con partículas suspendidas y su recaudo de materias fecales, cuando un fulano me tendió aquella inmundicia: «Guía de Padres». Reculé, me di el zafón, se me vino, rancio eructo, la altisonancia; vi al repartidor de la innoble mercadería:
– ¡El jorob…! ¡Don Catarino! ¿Usted, echando basura?
– Yo, sí, achichincle de la máxima autoridad, la de Los Altos Pinos.
– Ah, Fox.
– Cuál Fox. Martita. Soy el enlace entre La Jefa y la Lotería Nacional, entre ella y Creel, y Manuel Espino, Madrazo, y (m)Acedo de la Concha.
Le vi los parches en el traje gris rata: Vamos México. «¿Pero usted…»
– Rata, y no sólo del traje: de Oportunidades, Vamos México y DIF. Ahora las crudas morales son peores que cuando me disfrazaba de joto, pero todo sea por mi paz y mi armonía personal. La gente no nota mi defecto físico.
La gente; al pasar, lo observaba, y las muecas de asco. El respondía con una sonrisa burlona. De súbito: «Peligro, repagúelas a la pared».
¿Peligro? Me repegué. Por el Reloj Chino se venía el contingente de marchantes, puños en alto y consignas «novedosas»: «?stepúñosísevé», «¡El pué-blounído-jamá-seráven-cido!» Y al pasarnos por enfrente y descubrir al de gafete y escarapelas: «¡Tiz-na-tu-mádre-achichínclede-Marta! «Aca-pár-lopora-rrastrádo!» Y apretaban y alzaban los puños, hasta que el contingente nos rebasó rumbo a Gobernación, donde Creel sonreiría: «Ni los veo, ni los oigo, ni los siento». El «Jorobas!» que ahora me producía asquillo:
– ¿Se da cuenta? Como servidor de Martita me recuerdan a mi santa madre, pero me hacen olvidar mi defecto físico, y la paz.
La de los sepulcros. El lunes pasado me llegó aquel rumor: una turba de la Guerrero, al parecer, terminó por linchar al infeliz jorobado. Pregunté detalles del crimen que pudo haber cometido.
– Fue un linchamiento como Dios manda, razonable y bien fundamentado. ¿Impulso suicida, masoquismo, locura momentánea del jorobado? Porque a quién, en su sano juicio, se le ocurre rondar la sede de la Procuraduría General de la República alardeando a lo temerario…
– Pero el pobre émulo de Quasimodo alardeando de qué.
– De ser consejero jurídico de un tal Memije. Le echaba porras y todo aspaventero lo alababa frente a los compás de la Guerrero. ¿Le parece poco?
Suspiré. (Qué más.)