Flor y espejo de mártires

Mataron a Monseñor Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de El Salvador. Mataron al religioso, al luchador, al héroe, al mártir. Lo asesinaron un 24 de marzo de 1980, pero su muerte a algunos nos pesa como si hoy mismo hubiese ocurrido. El bienamado de El Salvador celebraba misa en su iglesia de barrio en San Salvador cuando fanáticos de los escuadrones de la ultraderecha ARENA, de R. D’Abuisson, le quitaron la vida. Profeta al modo de Isaías, y como profeta defensor de los desvalidos, el Arzobispo fue asesinado al elevar la hostia en la celebración de la misa Su cuerpo cayó fulminado al pie del altar. Uno de sus fieles, su amigo fiel:

– Lo supe a las 3 de la tarde del 24 de marzo de 1980. Acababa de nacer la primavera. La mañana había sido calurosa y clara Cuando lo supe, llovía Una lluvia nueva generosa blanca que envolvía los cerros. Óscar compañero había resucitado en la llama de una bala Sólo una bala precisa amaestrada prevista La lluvia fue el gran perdón que caía sobre El Salvador. El perdón del caído. El gran Mártir de América había ganado la batalla a sus asesinos. Ojalá se convencieran de que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás.

El religioso estaba presto a entregar la vida por la causa que amaba, y no es que sin motivo presintiera su muerte, que bien conocía a quienes lo acechaban a todas horas. «He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decir que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Si llegasen a matarme perdono y bendigo a quienes lo hagan. Como Pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse sus amenazas, desde ahora ofrezco a Dios mi sangre por la redención y por la resurrección de El Salvador. Yo resucitaré en las luchas del pueblo».

Y lo asesinó un sicario contratado por un D’Abuisson canceroso del ánima, que al poco tiempo fue asesinado también, sólo que por un cáncer fulminante que del ánima se le fue al organismo. Eran años aciagos para El Salvador, sacudido por una crudelísima guerra civil entre la guerrilla del FMLN y el ejército del gobierno, apoyado, y cuándo no, por EU. El conflicto se prolongó el tanto de 12 años; el armisticio se iba a firmar en el Castillo de Chapultepec. Aquí, unas colonias adelante.

De la homilía que le granjeó una bala en el pecho:

– Queridos hermanos: sin las raíces en el pueblo, ningún gobierno puede tener eficacia, mucho menos cuando quiere implantarlo a fuerza de sangre y dolor. Yo quiero hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles:

¡Hermanos: son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios, no matar! ¡Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios! ¡Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla!

¡En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos: les suplico! ¡Les ruego! ¡Les ordeno en nombre de Dios! ¡Cese la represión!

Y lo mataron. Oscar Arnulfo Romero. (A su memoria.)