Ideal y bazofia humana

¿Qué es el hombre?, se pregunta Martin Buber, y en El hombre mediocre José Ingenieros establece la diferencia abismal que se advierte entre el hombre de ideales y la “bazofia”:

Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría bazofia humana.

Para que nos miremos en ese espejo, nos conozcamos y reconozcamos,  algunas diferencias entre el mediocre y el hombre de ideales.

Vuelo del águila es el espíritu del idealista; el del mediocre es apenas un vuelo de gallina. El ideal eleva el espíritu al impulso de una necesidad innata de perfección; el mediocre repta fundido con la masa de la que forma parte. Uno es el individuo, otra es la masa. El del individuo, más allá de la edad física, es un espíritu joven. El de la masa, más allá de la cronología, es un espíritu envejecido. Mediocre y hombre de ideales jóvenes nacen, pero uno permanece joven de espíritu mientras que el otro envejece al contagio de la mediocridad en la que sobrevive. Y como para reflexionar: el humano nunca puede permanecer en un mismo nivel. O asciende al impulso del ideal o como mediocre desciende hasta el hondón de lo vulgar. Trágico.

El idealista crea; la masa repite; uno cambia cada día; para el otro, cada día es de rutina. Uno, al avanzar, abre caminos; el otro sólo sabe caminar por sendas trilladas. Esos que adquieren la fuerza moral consiguen también valimiento, decoro, dignidad, moralidad. Ellos piensan como deben pensar, dicen lo que deben decir y cómo deben decirlo, y proceden como una conciencia limpia les marca. Son los humanistas. El optimismo es su símbolo.

Ellos no aceptan la domesticidad ni la mansedumbre, ni la aceptación acrítica. Ellos no transigen por sobornos ni premios.  Ellos no tienen vocación de esclavos, como los mediocres que cada seis años esperan que el nuevo amo les dé un metro más de cadena. Su conciencia no tiene precio. No se venden, no se compran, no se alquilan, no claudican. Ellos poseen el temple para mantener sus principios y valores y convicciones. Ellos están lejos de la esclavitud de la costumbre y la rutina, del incapaz de crear, del fanatismo, del dogmatismo, el prejuicio,  la superstición, del pensamiento mágico, de la modorra, de la milagrería, del linchamiento,  de los pobres de espíritu que, envejecidos, han renunciado a vivir. Los mediocres delegan en la Providencia más que en las propias fuerzas. Los idealistas no delegan. No esperan nada del azar. No esperan  todo del destino.  Ellos, al decidir lo correcto de acuerdo a su conciencia,  traman su propio destino. El hombre de ideales es optimista, animoso. Tiene esperanza en él y en aquellos a los que va transformando. Porque los convence, les contagia su entusiasmo, los conmueve, los fuerza a remontar el vuelo, como él.

Qué diferencia con los débiles por pereza, miedo, ignorancia. Esos son tristes, resignados, apáticos y  fracasados. Ellos, si emprenden alguna empresa, están destinados al fracaso. Los tales son  los escépticos, los indolentes, los que sufren hastío, los que todo lo aceptan como una fatalidad. Son los necios, los torpes que  persiguen las satisfacciones del gañote, la panza y el bajo vientre. Son escoria, redrojos humanos, no importa su edad. Lóbrego. (Sigo mañana.)