Tenebrario

De cierto maizal y el improvisado agricultor que hoy por hoy lo cultiva conté ayer mismo la fábula.

Verano. Todo florece en derredor. Solo y su alma, el agricultor vigila, insomne, unas milpas donde maduran los granos de la mazorca, y al amanecer cada mañana revisa los perjuicios que en la noche causó una nata de picos ávidos. «Será una plaga de insectos? ¿Llegaría en el viento? ¿Serán de la zorra esos rastros? ¿Qué animalejo depredador pudo atacar aquellos racimos mientras yo dormía?»

Y qué hacer. El solitario ya palpa esta frutilla, ya la olisquea, ya le le buscaba el dañero que la hubiese atacado.  “¿Será una plaga de insectos? ¿Llegaría con el viento? ¿Qué animalejo predador pudo atacar los racimos mientras yo dormía? ¿Por qué a mi vista todo lo verde se torna gris? ¿Por qué se marchita todo lo que toca mi mano, por qué?»

Y esta angustia, y esta soledad, y la autoestima por los suelos porque en cada planta, en cada espiga, en cada vaina percibe el desprecio y el aborrecimiento por su torpeza como granjero impostor. Y fue entonces.

En un inútil empeño por espantar la nata de picos y alas perjudiciales se le ocurrió el consabido recurso del chambón: paja, varas, cuerdas, ropas deshilachadas y desflecados gorros de paja, y he ahí a los espantajos, en la medianía del maizal: grotescos, los guardianes de lo  sembrado inspiraban más repulsión que temor, y de poco sirvieron como guardianes de la labor. Esperpénticos.

Soliloqueando recorre la plantación y palpa cada frutilla, soliloqueando la olisquea, le busca la plaga. Soliloqueando:

– ¿Pierdo el juicio? ¿Enloquezco? ¿Paranoia, la mía?

Fue por aquellos días cuando el solitario dio en la manía peligrosa de hablar solo. (Porque la soledad, al igual que el obstáculo, si no templa, aniquila.)

Y fue entonces. Anochecía. En la tenebra que se aplanaba sobre su mundo, el dueño del maizal se encaró al par de espantapájaros. Uno y otro parecían  sonreír y burlarse del que perdía la razón.

Y aconteció que cierta mañana el agricultor improvisado, luego de  observar los daños de los pájaros de cuenta, se encaró al par de espantajos, los miró de frente, y ya extraviada la razón, les hablaba con nombres de recién bautizados:

– ¿Por qué, Maderito y Zambrano, me miran con sorna y burla?  ¿Por qué al mirarlos observo la cara de Judas Ortega?  ¿Por qué violaron el pacto?  ¿No les compré la conciencia? Alquilones de oficio y de beneficio, ¿por qué el chantaje, Maderito y Zambrano?

Entre  maizal y racimos, insomne: «¿Me faltó aprontarles más paja? ¿No les bastó Baja California? ¿Chantajistas, además de alquilones y colaboracionistas? Su  vocación de migajeros, ¿dónde quedó?

(Porque tramar espantajos es muy riesgoso.)

– Lástima de dinero, tiempo y trabajo invertidos en ustedes, Maderito y Zambrano.

Y ocurrió, mis valedores, que preocupaciones, desvelos y una sañuda angustia padecida en soledad terminaron por hacer mella en el solitario. Ronco de hablar su monólogo, aquél día el hombre se detuvo a la mitad de la plantación, contempló en silencio el desastre amarillento de hojas, frutas, espigas, racimos, vainas, flor. Mudo contempló el desastre y, sereno por vez primera,  sonrió con sonrisa enferma, frutilla mostrenca de una razón trastornada. (Porque el grado más alto de la angustia arroja una desesperada serenidad.) Entonces, al par de espantajos:

–  Ah, reculones,  vuelven a entrarle al negocio del Pacto por México. ¿Ahora cuánto le va a costar al país?

Y es que el hombre, cuando… En fin. (Peña., Ortega.)

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