El aprendiz de brujo

Un brujo existía en la comarca, mis valedores, al que un Mefistófeles de masquiña, que en el bajo mundo de los truhanes conocían por su alias de TRIFE, despojó de sus mágicos poderes para cedérselos a cambio del alma a cierto hombrecillo común, vulgarzón de aspecto, ente humano sin pizca de carisma, simpatía personal, duende ni ángel, que hasta el de su guarda había desertado de la encomienda, según la vergüenza que le inspiraba proteger a un mediocre de ese calibre.

– Mediocre naciste y mediocre vas a morir, sentenció Mefistófeles. Ya eres aprendiz de brujo, pero con todo y tu magia, para lo único que sirves es para el balde, la escoba y el trapeador. Anda, a barrer la casa, que los huéspedes anteriores convirtieron en chiquero.

«Eso para mí es PAN comido. ¿Pero barrer a escobazos? Ni en mi propia casa. ¿Para qué me vendió el TRIFE los poderes mágicos, si no para que otros barran por mí?»

Y ándenle, que el aprendiz de brujo camina hasta aquel rincón, se enfrenta a balde y escoba les avienta unas palabras mágicas, y entonces: ¡milagro! Balde y escoba al conjuro, cobraron una vida morbosa, antinatural, y al propio tiempo, como todo lo vivo y aun lo inanimado que recibía el influjo de aquel hombrecillo, como por mágicas artes quedaron deshilacliados y malvestidos de harapos, que sólo lanzarse a buscar empleo les faltó, como millones de desdichados, por las malas artes del brujo balín. Y al subempleo, qué más. De barrenderos…

El resto del cuento lo conocen ustedes: el aprendiz de hechicero no supo manejar la escoba y a cubetazo y cubetazo la casa se inundó de por acá, mientras de allá agonizaba de sequía Impotente ante el reto, el brujo de pacotilla huyó de la catástrofe que su torpeza había generado, y entonces:

¡Una segunda oportunidad, Mefistófeles! ¡Mi alma ya te vendí, pero me quedan los asientos de un pozo petrolero!

Mefistófeles movió la testa, se rascó la nuca, lanzó un esputo (¿un qué?), y entonces: «Por los asientos te voy a dar (una nueva oportunidad)».

Se la dio, y se fue al Diablo nuestro petróleo, lástima.

Y sí: de repente el brujo frustrado apareció encorvado sobre una tosca mesa que alumbraba un hachón, a un lado la calavera y enfrente una báscula vetustos legajos y antiguos mamotretos con fórmulas, ecuaciones, grabados cabalísticos e invocaciones en lenguas ignotas. A unos pasos el horno, donde se fundía un lingote de metal. «En alquimista me transformó Mefistófeles. Ahora he de transmutar en oro todo el plomo que me pagó por Cantarel».

Con paciencia y salivita, como es fama se logran los imposibles, el alquimista dio de tragar al fogón con arrobas y arrobas de metal, hasta que de repente: ¡eureka!, el alquimista de pacotilla había logrado la transmutación. ¡Convirtió en plomo todos los lingotes de oro que le entregó por los veneros de petróleo el Diablo! Helos ahí: montones y montones de plomo que habían sido de áureo metal. «Y qué hago con él. Ni modo de desperdiciarlo…»

Helo ahí, gacha la testa y empañados los lentes por el fogón de la fragua, hasta que luego de mucho pensar:

– Claro, sí, por supuesto…

Al rato, mis valedores, escuadrones y pelotones de sardos repartían plomo entre los lugareños. A plomo por cabeza.

Tercera oportunidad ya no tuvo el mediocre. Invocó a Mefistófeles, pero esta vez recibió en plena ceja arriscada una tufarada de azufre a modo de gas intestinal. Ya con qué tentar al diabólico, que no fuera con algo muy íntimo y del que pudiese salir lastimado. Solo y su alma (cuál, si ya la cambalachó) echó a andar y se internó en la aldea y en eso, no lejos de la plaza ahí, en plena acera, aquel enfermito al que los dolientes ayudaban a bien morir. Ahí, la idea descabellada casi tanto como él:

– ¿Puedo ser útil? Haiga sido como haiga sido, yo soy doctor.

Hundidos los pómulos, traslúcida la piel, boca reseca, aliento a sepulcro, a cadaverina. Se pueden contar todos sus huesos. «El enfermo se nos muere de debilidad, doctor».

De hambre, sí. Carestía desempleo, pobreza extrema el desdichado desfallecía de hambre. De necesidad. «¿Podrá curarlo, doctor?»

– Por supuesto. Me he entrenado con «amigas y amigos» que se mueren de hambre. Para curarlo de su debilidad y que recupere su vigor, consíganme de inmediato un dos por ciento de sanguijuelas. Una sangría del dos por ciento y el enfermo va a quedar como nuevo».

Lo dijo, y se fue por la calle. Quijote de sololoy, miraba al cielo y así decía: «Con esto acabo de salvar a la humanidad».

De súbito aquel rayo en seco. Pero ni rozó al aprendiz de todo y oficial de nada que no sea del mal fario y la salación. Lástima para nosotros. (¿No?)

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