¡Libérame de la muerte viva! ¡Libérame de la vida en la muerte, libérame de la vida y de la muerte…!
México, 19 de septiembre de 1985, de triste recordación. Y cómo pudiese ser de otro modo, si fue un día como el de mañana, pero de hace ya 24 años, cuando esta nuestra casa común amaneció a ser lo que desde entonces ha sido: la herida que no cesa, y el llanto y el duelo colectivo por la tragedia descomunal. Digo sismos del 85 y se me viene a la mente Agadir, la ciudad de Marruecos a la que un sacudimiento telúrico arrancó desde sus cimientos. Agadir, que hace cosa de medio siglo fue remecida por un sismo semejante al de nuestra ciudad. Esta, la de nosotros, sobrevivió entera, más entera que antes, que la sobrevivencia es su signo. «Mientras el mundo permanezca no acabarán la fama y la gloria de México-Tenochtitlan». La ciudad marroquí fue destruida, pero la nuestra se irguió, suturó sus mataduras y siguió su destino: altiva, inmutable, eterna México.
Hoy, como cada año, evoco la tragedia de Agadir, que sobrevive en el estremecido testimonio del poeta Arthur Lundkvist, quien logró salvar la vida en el drama sísmico que arrancó del mapa la ciudad. Días después, ya vuelto a Suecia, su país, sobre la experiencia traumática del derrum-
be de toda aquella ciudad creó un extenso poema, vivido, lírico y visceral, «para cumplir un deber para conmigo y con los demás, tanto para con los supervivientes como con los muertos de Agadir». Y así tituló su poema: Agadir.
Hoy mismo, con fragmentos del poema, me propongo recordar, honrar, testimoniar mi homenaje a tantos que sucumbieron bajo las furias del sismo que acalambró los entresijos de nuestra ciudad Por cuanto a Agadir, la desventurada, aquí algunos fragmentos del poema de Lundkvist, que invito a pronunciar; en silencio, tal vez:
El cielo estaba azul, un azul demasiado duro, un cielo de éter y acero, – el sol era un homo abierto y el día una piedra blanca laminada por lenguas violeta, -las nubes llegaron demasiado de repente, como humo de carbón, bajas y pegadas al mar (…) De repente el suelo se sacudió, profundos estremecimientos recorrieron la tierra – los perros contestaron de todas partes con aullidos prolongados, y un lamento sordo surgió de las gentes. – Sí, ahora todo dependía del capricho de la tierra, de su indiferencia o de su ira.
Me oí gritar en sueños (nunca podré saber lo que grité, – nunca podré saber si me dije algo que no sé – en el mismo momento en que fui arrojado de la cama (o instintivamente me tiré de ella) y me acurruqué en el rincón mientras el terremoto crecía irresistiblemente – y las sacudidas se hacían más fuertes, más violentas, parecían venir de todas partes al mismo tiempo, – una revolución que surgía de las entrañas de la tierra, un irrefrenable baile que interrumpía, – un trueno de las profundidades, abrumadoramente pesado, -un estallido de paredes, un agrietamiento, un desmoronamiento…
¿Cuánto tiempo duró? – ¿diez segundos? – ¿más? ¿menos? – o nada de tiempo, un tiempo que cesó – o perdió su extensión determinada, – quizá un oscuro globo de tiempo comprimido – y el mundo volvió a existir, silencioso e inmóvil, – la conciencia se volvió a unir al cuerpo, yo volví a sentirme vivo (…) Y la desolación: por todas partes huellas de la mano de la muerte, la descarga de la rabia, – muros de piedra lanzados al lado opuesto de la calle como con una burlona carcajada todavía audible, – bugamvilias en flor que se inclinaban como incendios triunfantes sobre las casas derruidas…
– ¡Libérame de la muerte viva! – Más insoportable que la locura es esta tumba en las tinieblas, – las piedras me cubren y me rodean, piedras derrumbadas, -no hay aire suficiente ni para que respire una rosa; – ¡asfixíame de una vez, como un lazo, como unas manos estranguladoras! – ¡Ahógame, aplástame con un bloque de piedra! – Todo menos esta espera en la nada, esta tortura en el ara del sacrificio, -¡arranca ya el corazón de la víctima, clava ya el cuchillo de piedra! – ¡Es preferible una lucha a muerte que este cautiverio!
Agadir, nunca más, – Agadir, para siempre en nosotros, ciudad Manca de vida y de la muerte, vida y muerte unidas en un solo cuerpo, – Agadir, hundido ya en el pasado, espejismo eterno ante nosotros, – Agadir, preparación, advertencia – de lo que quizá nos espera: la gran aniquilación, – el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la muerte desvaneciéndose en el espacio, nunca más, – para siempre – Agadir».
Ellos, o aún mejor: ustedes, los caídos del Jueves Negro, son todos presencia en la memoria colectiva. Ustedes. Todos. (A su memoria.)