Todo el país amortajado…

Todo el país envilecido -Todo esto, hermanos míos – ¿no vale mil millones de dólares en préstamo? -Efraín Huerta, poeta-

Los embajadores de EU en nuestro país, del intervencionista Poinsett al actual, ese «Tony» Garza, que en los tiempos en que Bush buscaba cómplices para perpetrar su genocidio en la carne de Iraq, se atrevió a formular la advertencia al segundo marido de Marta, con la que cohabitaba en Los Pinos:

No estamos pidiendo a México que le haga un favor a Bush. El se va a reducir a preguntar ¿dónde estabas cuando yo te necesité?

Intolerable osadía. ¿Pues qué: el de la bravata se sentiría muy la divina («Tony») Garza? Hablé ayer, a propósito, de ese Henry Lane Wilson al que la historia señala como el autor intelectual del asesinato de Madero y Pino Suárez, muy por encima de los conjurados a quienes empujó al magnicidio: Huerta, Mondragón, Félix Díaz y Blanquet Sigue aquí el testimonio del intrigante cuando decidió que «esta situación es intolerable, y yo voy a poner orden»:

«Aquel 18 de febrero de 1913 determiné que yo debía adoptar bajo mi propia responsabilidad una medida decisiva para restaurar el orden en México». Y que entonces mandó llamar a Huerta y Díaz. El testimonio que rindió años después, ya como dipsómano caído de la gracia de Washington:

«No perdí tiempo y llevé a los dos generales a la biblioteca». A los dos los había llamado con el exclusivo propósito de que terminara la situación que prevalecía en México durante los últimos diez días, situación que había significado la destrucción de diez mil vidas y de una enorme cantidad de propiedad pública y privada.

«Indiqué que esta situación habría de continuar si los dos beligerantes no zanjaban sus diferencias y se sometían a la autoridad de Congreso, la única representación popular existente. En tres ocasiones, cuando la discusión se interrumpía, yo entraba en la estancia y los incitaba a continuar deliberando con exhortaciones a la razón y al patriotismo.

Finalmente, para forzar una decisión, les señalé que, de no acordar entre ellos la paz, el gobierno de Washington no podría resistirse a la demanda cada vez más enérgica de las potencias europeas para que interviniera en México. Ello surtió el efecto deseado. A la una de la mañana se firmó el acuerdo y se depositó en la caja fuerte de la embajada y se emitió una proclama anunciando el cese de las hostilidades.

A lo largo de la entrevista, harto dramática en algunas de sus fases, tropeles de miles de impacientes rodeaban la embajada, dentro de la cual ocurría una discusión en voz baja aunque animada, una batalla de intereses en conflicto; afuera, la muchedumbre esperaba ansiosa y pacientemente el anuncio de una decisión que concernía tan de cerca sus vidas, sus propiedades y su país. Cuando se anunció al final que, consintiéndolo ambos grupos, se había logrado un acuerdo, y que, con la autoridad del Congreso, el general Huerta sería presidente provisional y el general Díaz quedaba en libertad de postular su candidatura para la presidencia, la noticia se propagó como reguero de pólvora a través de la ciudad y fue recibida con regocijo universal. Aquella noche desfilaron treinta mil personas por las calles de la ciudad de México agradeciendo la paz y agradeciendo al gobierno norteamericano su decisiva participación para hacerla realidad.

El presidente Wilson consideró que el papel desempeñado por la embajada era una intrusión en los asuntos internos de México; las personas que descansan placenteramente al calor del hogar abrigan a veces curiosas concepciones acerca de cómo ha de ser la conducta de un funcionario público bajo condiciones críticas y peligrosas. Tras años de maduras consideraciones no vacilo en decir que si volviese a encontrarme ante la misma situación y bajo las mismas circunstancias, adoptaría exactamente el mismo proceder…»
Esa noche, la confabulación del embajador norteamericano con Victoriano Huerta y sus cómplices selló el destino de Madero y Pino Suárez. La historia, mis valedores, no es eso que enseñan los libros de historia. La historia es una gigantesca zopilotera y un gran hedor. Clama el poeta:

¡Gracias, Becerro de Oro! ¡Gracias, FBI! -¡Gracias, mil gracias, Dear Mister President! – Mi país. Oh, mi país… El mío, el nuestro. (¿Nuestro?)

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