Las chinampinas del coloniaje

Noche verde, blanca y roja” en Los Angeles constituye el “mexican moment” con la estatuilla de un Oscar que porta en la testa el esperpento de un sombrero charro a la medida del turismo extranjero. Planas y planas, las primeras planas, que en su griterío proclaman una mentalidad colonial que deja sobre mi mesa de trabajo un charco de espesa cursilería. “¡Viva México, cuarones!” Mis valedores: es México.

Pero ya lo jura el dicharajo, y él sabrá por qué: “Cuando Dios da, da a manos llenas”. Según la nota del pasado lunes, el cine mexicano será protagonista en un festival francés. “En los Encuentros cinematográficos de la localidad francesa de Pézenas se rendirá un homenaje al cine mexicano de todos los tiempos, de la época de oro a la contemporánea, con la exhibición de seis cortos y 25 de sus mejores largometrajes”.

Lo dicho: cuando Dios da… ¡Viva México, cuarones!

En fin. El cine mexicano, mis valedores. Amo el cine tanto como amo el teatro,  y es por ello que no asisto al teatro ni a la sala de cine. Al teatro, porque al actor que más grita y  gesticula le dan el premio al mejor actor; al cine, porque sólo me decidiría si exhibieran una buena película, y por tratar de penetrar en ese mágico mundo intentaría salir del mundo ramplón de las  quijadas a todo moler, remoler. Imposible; los ávidos trapiches a lo estridente remuelen pistaches o sus similares en tanto que por arriba y abajo eructan aguas negras o lo que pueda ser. No. A la sala de cine nunca más. Permítanme que les cuente mi último fracaso.

Fue hace algunos ayeres cuando tras una ausencia de lustros retorné a una sala de cine porque la mujer que me concedía la gracia de su amor e intimidad me pidió que viéramos aquella cinta que de alguna manera reflejaba nuestra situación conflictiva del triángulo amoroso y el drama pasional. “Quien tú sabes salió de viaje, ¿vamos?”

Fuimos. Con la esperanza de que en este país y en la década en que permanecí ausente el concepto de salón cinematográfico hubiese cambiado decidí regresar, y así comenzó mi regreso: yo, el ánimo encogido a la pesadilla de la manifestación  popular, con la sota moza salí de la casa con tres horas de anticipación, y sí, tránsito embotellado, desvío de vehículos, bloqueos y cierre parcial de avenidas. Abandonamos el volks (los compas taxistas conocen de atajos y contraflujos) y tomamos el ecológico. Y a emocionarnos y sufrir con el triángulo pasional…

Pues sí, a sufrir. A la hora de la tarde en que los profesionales de la “táctica triunfadora” (“¡este-puño-síse-ve!”) coparon el taxi, y porque no me coparan a mí, la “o” convertida en “a”, con la sota moza me bajé del transporte y a trotar para llegar a tiempo, o del triángulo pasional alcanzamos el puro triángulo. Rayando el penco llegamos a la taquilla y menos mal: no tuve que dárselas al “valet parking” (así, a lo pocho), me refiero a las llaves del volks. Y que entramos a la sala y que se produce en mí la primera sorpresa en el cambio del viejo concepto de cine que me había forzado a huir de las salas…

Un cambio radical, porque ahora ya no entré al clásico galerón de la planta baja, el primer piso y la gayola, sino a la salita íntima, lujosa, confortable. Aquí ya no desleídas cortinas de rojo terciopelo que como preludio a la  exhibición de la cinta se remecen a los embates de La Boa y  El Orangután y a los efluvios del urinario, sino un cortinaje flamante que se convulsiona al estrépito del ponchis-ponchis importado de nuestra metrópoli.

(Mañana el final.)

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